miércoles, 16 de septiembre de 2009

TURQUIA I: ESTAMBUL


Será difícil encontrar una forma más acertada de llegar a Estambul que en un barco atravesando el mar de Mármara. La enorme capital de Turquía se dibuja inequívoca sobre el horizonte con sus minaretes y cúpulas que destacan a pesar de los rascacielos que se mezclan en el fondo. El pestañeo incrédulo de mis ojos no engaña, pues es un síntoma de que están contemplado una de las ciudades más bellas del mundo. Su forma me recordó a una mezcla oriental de San Francisco y Lisboa, las tres tienen en común el haber incluido el mar como parte de su anatomía urbana, y esa cualidad es algo de lo que no pueden presumir muchas. Cuando el barco atraca, echa amarras y siento envidia porque al pasear por sus calles también a mí me gustaría atar la maroma a los muelles, o quizás anclarme a contraluz como los cientos de pescadores en el atardecer sobre el puente Gálata que cruza el cuerno de oro. Pronto comienzan a oírse los cánticos de los Mulás desde los megáfonos de las mezquitas y eso me recuerda que estoy en una ciudad con mayoría musulmana, porque con su tráfico organizado, sus calles limpias, los innumerables parques, edificios occidentales… nada me ha recordado el exotismo del mundo musulmán. Estambul es una ciudad que duda entre Occidente y Oriente, pero permanecer en esa duda coherente la hace única.

El nobel de literatura Orhan Pamuk, en su libro de recuerdos “ESTAMBUL” escribe: “Viví el Estambul de mi infancia como las fotografías en blanco y negro, como un lugar en dos colores, oscuro y plomizo y es así como lo recuerdo.” Al llegar aquí el azul del mar, el dorado de las cúpulas de las mezquitas, el rojo fuerte que ondea en los mástiles o el verde frondoso de los jardines del palacio de Topkapi rompe esa imagen amarga que emana de su libro. Probablemente yo sea uno de esos occidentales que aprecian demasiado rápido los avances que ha tenido la antigua Constantinopla, quizás el Estambul de la época Otomana fuese más pomposo, aún así me ha cautivado con sus colores tan sólidos como su historia.Visitar la ciudad no solo es cumplir con el rito turístico de ir al Museo-Iglesia-Mezquita de Santa Sofía, o quitarse los zapatos para penetrar en la mística Mezquita azul; ni siquiera preparar el monedero y ajustarse los zapatos para soportar el intrincado bullicio del Gran Bazar o el de las especias; visitar la ciudad supone mezclarse por Yen Cadessi, Ordu, Besiktas, el barrio de Eyup o Sultanhamet o Beyoglu, cruzar el puente Gálata en su nivel inferior minado por restaurantes para turistas, apretarse en el tranvía axila con axila; comerse un bocadillo de pescado junto a los muelles, servido desde las cocinas de tres barcos que se mueven aún más que las aguas; disfrutar de un paseo por el bósforo en uno de los barcos-autobuses que conectan la ciudad a media tarde, cuando el sol parece una cúpula más de otra mezquita y quedarse maravillado con las mansiones construidas con gusto junto a sus orillas; bajar del coqueto tranvía que lleva a la plaza de Taksim y comer un Kebba en cualquiera de los establecimientos de la concurrida Istikal Cadessi, o sentarse en los jardines del Palacio de Topkapi después de haber fantaseado entre las paredes del Haren, o finalmente contemplar por la noche desde la terraza de un restaurante, las aguas oscuras del Bósforo, en la que brillan las luces de los barcos, los restaurantes y cafeterías y se reflejan las siluetas de los iluminados monumentos y mezquitas.Los estambulíes son serios, amables y serviciales y visten con ropas de tonos apagados, como para no llamar la atención. Quizás tenga razón Pamuk cuando refiere que Estambul o Constantinopla aún no ha asumido la amargura de la caída del imperio, pero no cabe duda que esta ciudad sigue escribiendo historia a ritmo frenético: Ahora es el momento de vivirla.

Desde Goreme, en el centro de la Capadoccia, les habló Pedro Rojano

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