viernes, 18 de septiembre de 2009

TURQUIA III: Las ciudades subterráneas

Siglos antes de la llegada de Jesucristo, los pueblos agrícolas y ganaderos de La Capadocia excavaron en el suelo refugios para huir de los enemigos que les atacaban. Podían vivir allí durante días y semanas gracias a ingeniosos sistemas de ventilación a través de chimeneas. Lo fascinante es que esos refugios llegaron a ser tan grandes como para albergar a toda la aldea, y por dentro son auténticas ciudades formadas por numerosos habitáculos que unen estrechas y bajas galerías, las cuales ascienden a la superficie o descienden aún más abajo.


La ciudad subterránea de Derinkuyo, una de las más visitadas por las excursiones de turistas, tiene hasta 20 plantas bajo el suelo, aunque solo se permite la visita a las ocho primeras: creedme si os digo que es suficiente, porque a medida que desciendes por esos túneles tu miedo va creciendo proporcionalmente. La sensación que tienes es de estar en un hormiguero gigante. Cuando llegas a una planta en la que te puedes poner de pie, compruebas que en las esquinas se inician nuevas galerías y accesos a otras plantas y habitaciones, por lo que es difícil hacerse una idea de las verdaderas dimensiones. Las paredes son de roca oscura con rugosidad de cincel, al tacto están húmedas y terrosas.La ciudad de Derinkuyo, que visitamos a la vez que cuatrocientos treinta y cuatro turistas de autocar, disponía de un letrero en la entrada que decía: SE ADVIERTE DEL PELIGRO QUE SUPONE PARA PERSONAS CLAUSTROFÓBICAS, CON PROBLEMAS CARDÍACOS o RESPIRATORIOS. Pero la mayoría de los turistas lo ignoran y entran, por eso a mitad de camino encuentras siempre alguno con cara colorada que trata de salir por la galería de entrada. El interior de la cueva tiene una luz de un amarillo débil y proviene de unos plafones de barcos, de esos que se ponen en las casas para encenderse cuando se va la luz, colocados a lo largo de las galerías y estancias. Eso facilita mucho la visita, ya que con antorchas, velas o linternas es mucho más tétrico, como comprobamos después.
Sonia y yo recorrimos cada pasillo, cada túnel y cada habitación, pero como nos quedamos con ganas de más, al llegar al pueblo de Guzelyurp, nos fuimos a visitar la ciudad subterránea de la que nada dice nuestra completísima guía. Al llegar, un niño de corta estatura, ojos claros y dientes separados, nos acompaña, pero nosotros le decimos que preferimos visitarla solos. El chico pone cara de no entender bien, no sabemos si es porque no sabe hablar Inglés o porque le sorprende nuestra valiente decisión. Más tarde averiguamos que el chaval entendía inglés perfectamente. Allá vamos Sonia y yo con nuestros frontales en la cabeza al estilo minero. No se ve un pimiento y hay que andar con mucho cuidado para no tropezarse con las paredes, menos mal que llevamos linternas. Agachados comenzamos a descender por las galerías (no hay otra forma), y mentalmente vamos memorizando el recorrido ya que no hemos traído miguitas de pan. La caverna está completamente vacía: emocionantísimo si no piensas en cómo vas a salir de aquí. Continuamos avanzando planta tras planta, en un de ellas a nuestra derecha se abre un hueco de rampa que no llega al suelo, por eso tenemos que saltar cuando resta un metro. Suponemos que habrá otro camino para salir porque no podremos volver por este. Esta nueva sala es bastante grande y comprobamos que tiene idénticas distribuciones de las que habíamos visto en Derinkuyo: la zona del comedor, otra para guardar el grano, otra para prensar la uva… En la pared descubrimos aliviados un cartel que dice (CIKIS / SALIDA) pero no hay ninguna flecha que indique (¡¿POR DONDE?!) No existe ninguna otra galería a derecha o izquierda. Únicamente comprobamos que en el suelo hay un agujero negro cuya profundidad no nos aventuramos a calcular, deducimos que sería el pozo por donde sacaban el agua, pero el cartel de salida está justo encima del pozo (¡Arghhhhh!). Sonia y yo nos miramos contrariados justo en el momento en el que el niño de los dientes separados hace su entrada saltando desde la galería por donde habíamos entrado, nos mira con cara de esto-ya-lo-sabía-yo y nos señala el agujero del suelo diciendo ¡Exit, here exit! (Salida, por aquí)


- ¿¿¿QUEEE??- contestamos Sonia y yo con cara de minero novato. El chaval sonríe y se agacha junto al pozo extendiendo la mano: EXIT, HERE!


Me decido a hacerle caso y comienzo a bajar por el pozo ayudado por unos huecos que se alinean a lo largo de la pared para apoyar los pies y las manos. Desde el interior puedo ver con mi linterna que serán unos dos metros de bajada. Abajo solo hay un tubo horizontal en el que cabes tan solo en cuclillas, al final de ese tramo, compruebo que hay otro pozo, pero esta vez hacia arriba. Me pongo de pie, miro hacia arriba, calculo tres metros, me agarro a los huecos y empiezo a escalar, Sonia está justo detrás de mí. Una vez arriba una rampa de unos cinco metros en la que hay que avanzar como un topo para llegar a una habitación que ¡tiene luz solar! Cuando estamos fuera el chaval se despide levantando la mano y con la cara de “adiós-espabilaos”.


Al llegar al hotel aún tengo la duda si estás ciudades se utilizaban como refugio o eran auténticos zulos de tortura.


Desde un hotel de Goreme, construido con ladrillos (nada de excavar en la roca) y con ventanales por donde entra mucha luz solar, les habló Pedro Rojano, el minero arrepentido.

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