sábado, 20 de febrero de 2010

NADA BAJO LOS PIES

Sevilla, 20 de febrero de 2010

Si te abren la puerta de un avión a 4600 metros de altura, y miras al exterior, no puedes imaginar que pronto vas a estar ahí fuera planeando como un pájaro. Aunque para ser más exactos debo decir que el pájaro realmente planea, pero tú caes a una velocidad de 190 kilómetros por hora. La sensación más parecida es la de estar buceando en el cielo, de ahí viene la expresión inglesa "skydiving".

Un día después aún te queda una sensación de estar cayendo todavía, de no haber puesto los pies en el “puto” suelo, pero supongo que poco a poco irá desapareciendo al igual que lo hicieron todos mis temores cuando Jonno (mi instructor) y yo, posamos suavemente nuestro apreciado trasero en el suelo del aeródromo de La Juliana, cerca de Sevilla.

Había amanecido soleado, con 100% de visibilidad –como diría un piloto- y sin nada de viento. Nada hacía presagiar estas condiciones meteorológicas, pues durante toda la semana llovió copiosamente. En el aeródromo el tráfico era intenso. Nuestro avión, parecido a un carguero de tropas militares con dos motores de hélices y el color de un cuervo, recién aterrizaba solo con el piloto a bordo, el resto de la tripulación caía desde el cielo haciendo piruetas increíbles. Uno tras otro se fueron posando como copos de nieve. Era un alivio contemplar la seguridad de su aterrizaje, el control sobre la dirección y velocidad del paracaídas. Fue el primer respiro antes de firmar un papel que nos pasó una amable señorita en el que Antonio Romero y yo pudimos leer que "asumíamos el riesgo de muerte o invalidez que llevaba aparejado la práctica de este deporte… etc, etc, etc” dejamos de leer la extensa página de letras pequeñas y firmamos como dos auténticos capullos. “No hay nada que temer” decía la chica, “va a ser la mejor experiencia de vuestra vida”, pero el comentario era insuficiente para colorear de nuevo la cara de Antonio que tenía un tono blancuzco pálido, como un yogurt natural pasado de fecha.

Durante diez minutos, con un castellano-english tipo moranco, Jonno, un inglés joven, despreocupado y simpático, nos dio una charla en la que nos explicó las sencillas instrucciones que debe seguir el alumno antes, durante y después del salto. Escuché atentamente, ¡más me valía!, pero os puedo asegurar que si bien eran sencillas de memorizar, se me olvidaron todas quince minutos y 4600 metros de altura después.

Jonno se ayudaba en su explicación de un cartapacio de varias hojas plastificadas con fotos en las que mostraban a dos modelos (chico y chica) que representaban todas las posturas que debíamos memorizar para repetirlas en el salto. En las fotos la chica era la alumna y os puedo asegurar que, porque iban vestidos de paracaidistas, porque en otro contexto aquello no era recomendado para menores. Yo, hice la gracia, y comenté que nosotros ya habíamos hecho todas aquellas posturas, pero siempre en el lado del instructor. Jonno no entendió la broma y continuó con su explicación. Decidí no hacer más chistes.

Cuando ya estábamos listos con nuestro equipo de salto bien colocado, os ahorro la espera –yo me la tuve que tragar-, nos dispusimos en el final de la pista a la espera del avión que regresaba de soltar a otros diez o doce locos por el aire. Subimos al cuervo y despegamos. Yo iba sentado delante de mi instructor, a horcajadas sobre un banco paralelo a otro donde íbamos sentados trece personas. El avión iba tomando altura con su ruido ensordecedor. En ese momento no piensas en nada, tratas de recordar las instrucciones para que todo salga bien, miras por la ventana y comienzas a ver los campos de cultivo cada vez más pequeños, como retales de tela.
A tres mil metros de altura abren la puerta corredera hacia arriba y entonces soy consciente de la locura que estoy a punto de cometer. Te preguntas ¿pero cómo voy a salir yo por esa puerta? Quieres gritar, pero te das cuenta que ya es tarde, prefieres no pensarlo. Cinco de los que iban delante nuestra se preparan en la puerta y se lanzan sincronizados, es muy divertido verlos desaparecer en menos tiempo del chasqueo de los dedos, como si en un coche a cien kilómetros a la hora sacas un papel por la ventanilla y lo sueltas. Piensas, “pronto sabré lo que siente el papelito”, después asocias, “¡Qué papelito!” Pero no puedes rendirte, ya estás a cuatro mil metros de altura, le chocas la mano a tu compañero, al instructor, al cámara que va a grabar mi cara de pánico cuando no tenga nada donde agarrarme, es como una despedida, venga, lo que sea por no pensar. Cuando el avión alcanza los 4600 metros alguien dice “¡Ahora!”, y tira de nuevo de la puerta.
- Pero, ¿no podemos dar otra vueltecita? -murmuras.

¡Venga vamos!, tu instructor te empuja hacia la salida, y no puedes dejar de mirar hacia el suelo miniaturizado y escandalosamente alejado. Ya estás en el borde, no recuerdas ninguna de las posturitas, los ojos no se despegan de esa delgada línea que puede ser... ¿una carretera? El instructor lucha con mis músculos para colocarme en la posición correcta, el cuerpo colgando hacia fuera, las manos cruzadas en el pecho, la barbilla levantada ¡JODERRRRRRR! ¡Ni se te ocurra mirar hacia abajo! El viento te golpea helado en la cara que la debo tener más blanca que un payaso entartado. ¿Piensas en algo? No lo sé, no recuerdo en qué pensaba, no podía separar mi vista del suelo a pesar de las manos del instructor que me agarraban la barbilla. En ese momento había perdido la noción de donde estaban las partes de mi cuerpo: brazo izquierdo, pierna derecha... los huevos debían estar justo debajo la barbilla, por eso no la levantaba.



¡Una, dos tres!



¡AHRGGGGGGGGGGGGGG! ¡POR CASTILLA, POR ENRIQUEEEEEEEEE! Como gritaban los soldados buscando el Unicornio en la novela de Eslava Galán.

Cuando caes, la adrenalina sube mientras tu cuerpo va exactamente en sentido contrario, pero pasa enseguida, de repente notas como si la gravedad no existiese. El suelo permanece igual de lejos y con tus brazos abiertos te sientes flotar, el horizonte curvado de la tierra es suave como un melocotón y dejas de tener miedo. Eres como una vela en un velero, completamente hinchada y avanzando hacia no sé qué expresión, todas las que se me ocurren son demasiado cursis, pero es algo así como “es increíble que yo esté aquí” dominando el cielo con las manos y los pies (claro, y un instructor pegado a tu espalda como una pegatina en relieve).


A los sesenta segundos el instructor te da unos golpecitos en el hombro y ahora sí te acuerdas de que esa es la señal para que vuelvas a poner los brazos en cruz sobre el pecho. De repente notas un fuerte tirón, como si Dios te hubiese cogido por la espalda, y te quedas colgado en el aire, ¡Ay, qué alivio! Todo va más despacio entonces. Ahora sí aprecias cómo la tierra va escalando hacia ti. El instructor mueve el paracaídas con maestría hacia izquierda y derecha, después lo hago yo, es divertido controlar el vuelo como los pájaros. A setenta metros del suelo la caída se hace más apreciable, pero Jonno tira de las cuerdas hacia abajo y extiendo las piernas hacia el frente. La velocidad es tan lenta como en una hoja de papel en el momento de tocar el suelo.



Ya está. De nuevo con los pies en la tierra.



4 comentarios:

  1. Magnifico, vaya experiencia as echo, a ver si le as cogido el gustillo y quieres hacerlo mas.

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  2. Después de parchear por la Costa a que tienes miedo??

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  3. Felicidades, vaya salto!!!
    Estamos locos? Je, je!

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  4. Me ha encantado el video, que miedo!! yo no podría... eres un valiente (y tu también Paco, pero de ti ya estamos acostumbrados jeje) y la frase "instructor pegado a tu espalda como una pegatina en relieve"
    besos

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