miércoles, 16 de septiembre de 2009

TURQUIA II: La Capadoccia, un extraño y placentero enclave



No sé si os habrá pasado, pero antes de venir aquí había escuchado multitud de relatos acerca de este lugar contados por parientes y amigos que habían visitado Turquía. Siempre han viajado a Estambul y la Capadocia, y este segundo destino ha sido siempre un misterio para mí porque nunca lograba enterarme cual era el atractivo turístico.
La mayoría contaba que era un lugar donde se conservaban ciudades subterráneas enormes; otros me hablaban de su paisaje que aparentaba otro planeta, pero nadie le daba excesiva importancia y su relato se desviaba principalmente a narrar las excelencias de Estambul. Llevo cuatro días en la Capadocia y aún sigo sorprendiéndome. Este apacible lugar reúne una comarca de pueblos que conviven en un paisaje muy particular, algo así como las Alpujarras, la Axarquía o para los italianos la Toscana. Por alguna razón geológica y un cúmulo de casualidades naturales, la erosión ha ido esculpiendo en la roca y se han originado valles y cañones donde se levantan promontorios con formas diversas: cónicas, de hada (por su forma cilíndrica con un cono en la punta en forma de sombrero de hada o de bruja según preferencias), rocas simulando dunas blancas y ross… Todo ello hace de este paisaje un lugar ilusorio y evocador de historias tan fantásticas como las de la tierra media de Tolkien. Subir a un promontorio donde se divise el bosque de piedra y dejarse llevar por la imaginación mientras el sol se encarga de poner una iluminación a juego con el color anaranjado de las montañas.
Todo ello es mérito de la naturaleza, pero los agujeros en forma de ventanas y puertas con los que han perforado este conjunto pétreo, es pura obra del hombre. Los hititas se instalaron en Capadocia entre 1800 y 1200 a.c. y excavaron sus viviendas en la roca. Siglos después distintas civilizaciones han utilizado y han perfeccionado estas construcciones, sobretodo en la época bizantina desde el siglo VI hasta el XI aproximadamente. Los bizantinos cristianos decoraron el interior de estas cuevas y dedicaron muchas de ellas al culto, esculpiendo verdaderas iglesias que aún se conservan con sus frescos sobre las paredes y bóvedas que sostienen columnas y capiteles tallados en la piedra. Entrar en estas Iglesias (algunas de ellas completamente abandonadas) ha sido una experiencia a la vez mística y aventurera para nosotros ya que en algunas ocasiones lo hemos hecho completamente solos y el frío de la caverna junto al inquietante silencio hacen que percibas sensaciones que erizan la piel y al contemplar las imágenes de las paredes evoques las vivencias de esos primeros cristianos bizantinos.
También hay que visitar las agobiantes, claustrofóbicas, oscuras e increíbles ciudades subterráneas, algunas con veinte plantas bajo el suelo con habitáculos y túneles, escaleras y pozos donde podía vivir un pueblo entero durante meses refugiado de los enemigos externos que trataban de saquearlos. Entrar en ellas es un ejercicio de valor y tranquilidad que no muchos pueden soportar. A la entrada de algunas de ellas (las más turísticas) advierten del peligro que supone para personas claustrofóbicas o con problemas de corazón. Sin embargo existen muchas de ellas que están abiertas al público pero no hay nadie que las gestione, por ellas puedes entrar y emulando a Indiana Jones explorar (linterna en la cabeza) los túneles, los pozos, los habitáculos hasta encontrar la salida.En algunos lugares turísticos de la Capadocia te tropiezas con los autobuses de numerosos y agrupados turistas que recorren estos lugares en los quince minutos que les permiten detenerse. Son los momentos en que estos lugares pierden ese encanto misterioso y se llenan de gentes que como en grumos van desbordando las diferentes cuevas-iglesias-ciudades subterráneas; porque lo mejor de este lugar, con permiso de los atractivos naturales e históricos que he mencionado, es relajarte en el porche de un coqueto hotel-cueva, tomarte un te de manzana mientras ves el atardecer y lees un buen libro; o te vas a cenar a la terraza de un romántico restaurante de luces ámbar en Goreme o en Uçhisar, y dejar que la brisa fresca del atardecer enfríe el ambiente acalorado de la tarde al tiempo que te sirven riquísima comida turca; quizás el encanto resida en que aquí el tiempo no es importante como se intuye en sus sencillos habitantes que pese a la industria turística que les invade, no han cambiado sus quehaceres agrícolas o ganaderos, gentes sencillas que siempre te saludan con la mano en alto y la sonrisa hueca.


Desde Güzelyurt, alojados en una casa familiar en la que alquilan habitaciones y te preparan la cena y el desayuno, les habló placentero Pedro Rojano.

TURQUIA I: ESTAMBUL


Será difícil encontrar una forma más acertada de llegar a Estambul que en un barco atravesando el mar de Mármara. La enorme capital de Turquía se dibuja inequívoca sobre el horizonte con sus minaretes y cúpulas que destacan a pesar de los rascacielos que se mezclan en el fondo. El pestañeo incrédulo de mis ojos no engaña, pues es un síntoma de que están contemplado una de las ciudades más bellas del mundo. Su forma me recordó a una mezcla oriental de San Francisco y Lisboa, las tres tienen en común el haber incluido el mar como parte de su anatomía urbana, y esa cualidad es algo de lo que no pueden presumir muchas. Cuando el barco atraca, echa amarras y siento envidia porque al pasear por sus calles también a mí me gustaría atar la maroma a los muelles, o quizás anclarme a contraluz como los cientos de pescadores en el atardecer sobre el puente Gálata que cruza el cuerno de oro. Pronto comienzan a oírse los cánticos de los Mulás desde los megáfonos de las mezquitas y eso me recuerda que estoy en una ciudad con mayoría musulmana, porque con su tráfico organizado, sus calles limpias, los innumerables parques, edificios occidentales… nada me ha recordado el exotismo del mundo musulmán. Estambul es una ciudad que duda entre Occidente y Oriente, pero permanecer en esa duda coherente la hace única.

El nobel de literatura Orhan Pamuk, en su libro de recuerdos “ESTAMBUL” escribe: “Viví el Estambul de mi infancia como las fotografías en blanco y negro, como un lugar en dos colores, oscuro y plomizo y es así como lo recuerdo.” Al llegar aquí el azul del mar, el dorado de las cúpulas de las mezquitas, el rojo fuerte que ondea en los mástiles o el verde frondoso de los jardines del palacio de Topkapi rompe esa imagen amarga que emana de su libro. Probablemente yo sea uno de esos occidentales que aprecian demasiado rápido los avances que ha tenido la antigua Constantinopla, quizás el Estambul de la época Otomana fuese más pomposo, aún así me ha cautivado con sus colores tan sólidos como su historia.Visitar la ciudad no solo es cumplir con el rito turístico de ir al Museo-Iglesia-Mezquita de Santa Sofía, o quitarse los zapatos para penetrar en la mística Mezquita azul; ni siquiera preparar el monedero y ajustarse los zapatos para soportar el intrincado bullicio del Gran Bazar o el de las especias; visitar la ciudad supone mezclarse por Yen Cadessi, Ordu, Besiktas, el barrio de Eyup o Sultanhamet o Beyoglu, cruzar el puente Gálata en su nivel inferior minado por restaurantes para turistas, apretarse en el tranvía axila con axila; comerse un bocadillo de pescado junto a los muelles, servido desde las cocinas de tres barcos que se mueven aún más que las aguas; disfrutar de un paseo por el bósforo en uno de los barcos-autobuses que conectan la ciudad a media tarde, cuando el sol parece una cúpula más de otra mezquita y quedarse maravillado con las mansiones construidas con gusto junto a sus orillas; bajar del coqueto tranvía que lleva a la plaza de Taksim y comer un Kebba en cualquiera de los establecimientos de la concurrida Istikal Cadessi, o sentarse en los jardines del Palacio de Topkapi después de haber fantaseado entre las paredes del Haren, o finalmente contemplar por la noche desde la terraza de un restaurante, las aguas oscuras del Bósforo, en la que brillan las luces de los barcos, los restaurantes y cafeterías y se reflejan las siluetas de los iluminados monumentos y mezquitas.Los estambulíes son serios, amables y serviciales y visten con ropas de tonos apagados, como para no llamar la atención. Quizás tenga razón Pamuk cuando refiere que Estambul o Constantinopla aún no ha asumido la amargura de la caída del imperio, pero no cabe duda que esta ciudad sigue escribiendo historia a ritmo frenético: Ahora es el momento de vivirla.

Desde Goreme, en el centro de la Capadoccia, les habló Pedro Rojano