Desde el balcón de nuestra habitación observo ensimismado las
elevadas y tupidas colinas que se alzan tras los antiguos edificios de madera
del pueblo de Feng Huan. Son unas montañas de pendientes escarpadas
completamente cubiertas de árboles y arbustos. Durante siglos estas montañas
han sido testigos del discurrir del río Tuó, de color verde oliva por el que
apaciblemente navegan juncos de madera agondolados para pasear turistas. Dudo
que estos gondoleros, peor ataviados que los de Venecia, sepan cantar, pero
reman con destreza impulsándose con un largo palo de bambú apoyado en el lecho
del río, o remando en el extremo de la barcaza con una pala corta.
A lo largo de las dos riberas del río se suceden los edificios, la mayoría de ellos colgados sobre el mismo río, sostenidos por una serie de troncos de madera que desde el lateral del cauce apuntalan la base. Son edificios de tres plantas, forrados de madera antigua, de arquitectura tradicional china y ligeramente destartalados. Pareciera que se asoman a las aguas desde hace mil años. Frente a mí, en la otra orilla del río, contemplo una esbelta pagoda de ladrillo gris de siete pisos de alto, adornada con voladizos de teja cuyos vértices respingones lo ocupan gárgolas con forma de dragón de piedra. La pagoda se eleva por encima de los edificios y está erigida desde un saliente que se adentra en el río. Las aguas continúan su avance y pasan por debajo de un puente antiguo de madera, en cuya superficie cubierta, se han instalado pequeños comercios flanqueando el paso de los viajeros, al igual que ocurre en aquel puente Rialto que me viene a la memoria.
A lo largo de las dos riberas del río se suceden los edificios, la mayoría de ellos colgados sobre el mismo río, sostenidos por una serie de troncos de madera que desde el lateral del cauce apuntalan la base. Son edificios de tres plantas, forrados de madera antigua, de arquitectura tradicional china y ligeramente destartalados. Pareciera que se asoman a las aguas desde hace mil años. Frente a mí, en la otra orilla del río, contemplo una esbelta pagoda de ladrillo gris de siete pisos de alto, adornada con voladizos de teja cuyos vértices respingones lo ocupan gárgolas con forma de dragón de piedra. La pagoda se eleva por encima de los edificios y está erigida desde un saliente que se adentra en el río. Las aguas continúan su avance y pasan por debajo de un puente antiguo de madera, en cuya superficie cubierta, se han instalado pequeños comercios flanqueando el paso de los viajeros, al igual que ocurre en aquel puente Rialto que me viene a la memoria.
En la fotografía que os he descrito y que veo desde el balcón,
luces anaranjadas se reflejan sobre el agua mansa a esta hora de la tarde,
cuando las masas de turistas comienzan a marcharse a cenar hacia el mercado
nocturno, y se escuchan las primeras desafinadas voces que provienen de un
karaoke cercano.
La ciudad de Feng Huang, al menos su centro histórico, ofrece
una imagen diferente de las modernas ciudades de China.
Y eso se debe en gran parte a que en la década de los sesenta, la mal llamada
Revolución Cultural impulsada por Mao Zedong y ejecutada por bandas de jóvenes
fanáticos y enfervorecidos que se hacían llamar La Guardia Roja, se empeñaron
en destruir todo el patrimonio histórico de su país. La consigna de Mao (que
buscaba más una limpieza de enemigos y oponentes políticos que de edificios y
legados culturales) era “Destruir lo antiguo para construir lo nuevo”. Una
terrorífica época en la que el miedo pateó las calles de todas sus ciudades y
en la que miles de personas perecieron por culpa de la locura colectiva. Uno de
los efectos fue la pérdida de un enorme patrimonio cultural, de la destrucción
de los antiguos centros de las ciudades, de sus bibliotecas y sus teatros, de
un paisaje urbano que se puede intuir en los libros pero que ya no existe.
Únicamente hay lugares donde la sin razón no pudo salirse con la suya gracias a
personas que, con más mano izquierda que poder lograron salvarlos. Tal es el
caso de la ciudad prohibida de Pekín, o de la coqueta y oriental ciudad
amurallada de Pingyao, o por ejemplo, esta Venecia Oriental llamada Fenghuang
en la que nos encontramos.
Los tiempos cambian, mueren los políticos y son sustituidos por
otros, se abandonan las ideas, se imponen otras, pero ya no es posible
reconstruir el pasado ni resucitar a los muertos. Como os comenté, en Datong se
esfuerzan ahora por volver a reconstruir su centro histórico levantando un
gigantesco decorado comercial más parecido a un parque temático que a una
ciudad antigua. En Fenghuang, el río Tuó no ha dejado de contemplar las mismas
orillas.
Cae la noche y nuestro paisaje se oscurece, aunque los edificios
y los puentes sobre el río se iluminan con débiles lucecitas de led remarcando
su silueta, dibujando una Fenghuang nocturna repleta de pubs, restaurantes,
tiendas de souvenirs y sobre todo, repleta de turistas (chinos en un 99,9%)
ávidos por comprarlo todo, comerlo todo, cantarlo todo… y recuperar todo
aquello que se les quedó por el camino.
Pedro Rojano
Pedro Rojano