viernes, 13 de agosto de 2010

NEPAL VII. El gobierno de los perros

En Nepal, los dueños de la noche son los perros. Muchas madrugadas desde que estoy en este país, me despiertan peleas de perros callejeros. Con sus ladridos agresivos, las manadas defienden su territorio. Aquí es normal, hay muchos vagabundeando por las calles, alimentándose de las basuras y bebiendo de los charcos. Por la mañana los encuentras durmiendo al sol o acurrucados junto a los templos o los rimeros de ladrillos. A veces, al pasar junto a ellos, levantan su cabeza pulgosa y elevan una mirada indiferente y cansina, como quien despierta después de una noche de resaca, como quien regresa de una batalla.
Ya queda menos para despedirnos de este país que se enorgullece de ser el techo del mundo. No en vano, en sus kilómetros cuadrados de superficie se concentran la mayoría de los picos más altos del mundo, entre ellos algunos de los ochomiles legendarios como el Annapurna, Shisha Pangma, Cho Oyu, Kangchenjunga… y el más alto de todos, el Everest. Nepal toca el cielo con los dedos de la naturaleza y en pocos kilómetros es capaz de descender hasta el infierno caótico de sus ciudades construidas por el hombre. Bajo ese techo nevado descienden en torrente sus ríos y riegan un paisaje a veces selvático, y otras veces canalizado en los bancales de arroz que transforman las laderas en mantos aterciopelados. Junto a este cauce, el hombre ha construido sus aldeas de piedra y madera y sus ciudades desordenadas. La religión, hinduista y budista ha servido de argamasa para unir a sus habitantes a lo largo de los años, utilizando principios de tolerancia y sobre todo de satisfecha resignación ante el devenir de los tiempos.
Nepal es un país en desarrollo, y camina torpemente como muchos otros de este continente. La globalización los ha lanzado a una carrera por llegar cuanto antes a un sucedáneo de occidentalización, pero sin pasar por la historia y fundamentalmente por los cimientos de nuestra civilización. Por eso da la impresión que sus ciudades son improvisadas. Las casas destartaladas se mezclan con edificios de cristal y elegantes centros comerciales; los ridículos comercios tradicionales y los puestos callejeros comparten espacio con los establecimientos de marcas y concesionarios de motos; la informática ha llenado los rincones más oscuros y es posible acceder a tu cuenta de correo dentro de un edificio histórico que amenaza ruina. Así, de esta manera se pretende llegar cuanto antes a esos espejismos de confortabilidad que le enviamos continuamente a través de las redes televisivas. Los nepalíes con dinero se pasean con sus impecables todoterrenos, pisando los baches encharcados de sus callejones. Junto a ellos no es raro ver apartarse un ciclo rick Shaw conducido por un escuálido ciclista de piel renegrida y callosa. Nepal es una continua contradicción, como su vertiginoso paisaje, sin embargo ese conflicto aún está lejos de resolverse pues, como ya comenté, la religión se ha encargado de amarrar serenamente esas diferencias.
Todos los días hay cortes de luz, eso sí, están programados por el gobierno para ahorrar energía. Todo el mundo sabe de antemano a qué hora del día se va a cortar la corriente (cada día se cambia el intervalo) Todo el mundo lo sabe, no hay problema. Los negocios turísticos tienen preparados sus generadores de corriente que funcionan con combustible y aquí no ha pasado nada. En unos segundos la luz vuelve a los hoteles, las tiendas y restaurantes, las calles de los barrios turísticos se iluminan como el lunes de feria en Sevilla. En el resto de barrios todo queda a oscuras, los nepalíes, amables y humildes, también tienen preparadas velas y en la intimidad alumbran sus paredes. En esos momentos, solo los faros de los taxis y las motos iluminan las avenidas, las plazas y callejones, hasta que pasadas las diez la ciudad comienza a quedarse desierta. Nepal, una noche más, queda al gobierno de los perros.
Desde Kathmandú, a falta de un día para iniciar el retorno les habló Pedro Rojano.

miércoles, 11 de agosto de 2010

NEPAL VI. HABLANDO DEL TRANSPORTE

Kathmandú está situada en un extenso valle salpicado de pueblecitos que están comunicados mediante carreteras reparcheadas y ligeramente convexas, con el fin de que no las inunde el agua del monzón. Lo ideal para recorrerlo es tomar un taxi TATA, diminutos vehículos del tamaño de esos que no hace falta carnet para conducirlos, pero que son lo más adecuado para moverse por las estrechas calles de la capital (¡de doble sentido!). La mayoría de estos taxis parecen que ya lo fabricaron viejos, pues es misión imposible encontrar alguno con pinta de haber salido recientemente del concesionario. Sin embargo circulan perfectamente, con sus golpes, arañazos, puertas descolgadas, cristales plastificados, asientos sin tapicería, tapicería sin asientos, volantes con el hierro a la vista, palancas de cambio cimbreantes… Es fácil encontrar alguno disponible, pues siempre están a la caza del turista despistado al que llevar a cualquier dirección, siempre por un módico precio que generalmente (si no lo regateas antes de subirte) puede llegar a quintuplicar el precio que pagan los nepalíes. Cuando sales del hotel siempre hay un buen puñado de taxistas que se ofrecen para llevarte adonde sea, y aunque respondas educadamente que no los necesitas, ellos te acompañarán durante un buen rato por la calle sin hablar, como si fueses a cambiar de opinión, como si te estuviesen diciendo… “mira que después te vas a arrepentir”. Tuvimos la oportunidad de ser testigos incluso de uno de ellos que nos acompañó montado en el taxi durante 50 metros a nuestra velocidad.
Cuando decides tomar un taxi, y tras haber negociado el precio, la conversación con el taxista suele ser estandar: ¿qué país?, España, Fifa world Champion, Iniesta, Villa, etc etc. Así hasta llegar al destino después de haber tenido la oportunidad de ver giros increíbles, cambios de carril por evitar un bache aunque venga otro en sentido contrario y obligándole a este a tragárselo, motos que son como fantasmas pues pasan a través de los coches (al menos lo parece), en definitiva, no es una película recomendada para aquellos que le da miedo el riesgo.
Pero existe otra forma de desplazarse por este fantástico país: El autobús de línea. Lo primero es encontrar la parada, puede estar en cualquier lugar de la ciudad. Lo mejor es dejarse guiar por la guía y cuando creas que estás en la calle en cuestión esperar a que pase cualquier autobús. Son microbuses viejos, desvencijados y oxidados que sueltan el humo negro por el tubo de escape con más ímpetu que la chimenea del vaticano cuando no ha habido suerte. La puerta para entrar es única y siempre va abierta. Recolgado en ella un chaval de unos diecisiete o dieciocho años va gritando los destinos a los que se dirige. Nosotros, como no entendemos el idioma, gritamos también nuestro destino, y ellos nos contestan que no o, si hemos tenido suerte, ladean la cabeza a un lado (que es decir sí por estas tierras). Entonces es el momento de subir. Dentro hay mucha gente, el olor a sudor está impregnado en cada átomo del aire. A veces hay suerte y encuentras un asiento, pero poco a poco ves como sigue subiendo gente al autobús y se va llenando más y más. Dices, ¿pero donde se van a meter? Y efectivamente, aciertas, encima de ti: he llegado a tener un culo nepalí pegado a mi oreja mientras que sobre mi pierna se sentaba disimuladamente una mujer con un niño en brazos. No es momento para protestar por el peso, ¡en ese instante solo ruegas que el de la oreja no se desinfle!
Imaginadme así, con un culo en la oreja y otro sobre mi pierna, ahora vienen los baches y socavones. ¡EN EL AUTO DE PAPA, NOS IREMOS A PASEAR.. AAAY! Saltos hacia arriba y abajo, como si estuviera en una cama redonda en medio de una … perdonadme pero con tantos culos a mi alrededor… Una y otra vez, avanzamos hacia delante, hacia arriba y hacia abajo, y el de la puerta cada vez que ve a alguien en la carretera le convence para que entre, que sí que sí, que hay espacio, mira ese turista español de allí, tiene la oreja izquierda libre…
Un poco exagerado ya lo sé, pero menos mal que luego comienzan a bajar y vamos recuperando el aliento. Llega la hora de pagar, el chaval de la puerta se te acerca y te dice con la mano que le “endiñes la pasta” ¿Cuánto? Como no sabe inglés te enseña los billetes que tienes que darle, buena maniobra, en esto son más legales que los taxistas pues siempre pagas el precio estipulado para todo el mundo. Cuando llegas al destino te bajas de esa cafetera y notas como si recuperaras el control de tu cuerpo. A ver, lo tengo todo, brazos, piernas, oreja, sobre todo la oreja, sí menos mal, está en el sitio. Pero aunque pueda parecer extraño, te sientes más satisfecho de haber llegado al destino como un nepalí más, aprendiendo mucho mejor las costumbres y modos de vida de sus ciudadanos.
Desde Kathmandú, con el diploma de usuario del transporte público nepalí, les habló Pedro Rojano.

domingo, 8 de agosto de 2010

NEPAL V. EL TAPIZ

Son las seis de la mañana, hace rato que el sol y la vida han abandonado su escondite. Salgo de mi habitación. Mi vecino ha colocado un trozo de papel pegado en la puerta: “IF YOU KNOW WHERE TO GO, YOU WILL MISS THE CHANCE TO DISCOVER OTHERLANDS” (Si sabes donde ir, perderás la oportunidad de conocer otras tierras).
Subo a la terraza del hotel. Desde aquí arriba puedo contemplar la enorme extensión de la ciudad de Kathmandú. Una ingente acumulación de edificios apelotonados que apenas permiten entrever los huecos desordenados de las calles y plazas. Se diría que se trata de un enorme tapiz abigarrado de colores bordados y remarcado por el verde absoluto de las montañas. El paisaje cenital de la ciudad.
Salgo a la calle. Mi hotel se encuentra en pleno centro de un barrio turístico: Thamel. Todas sus callejuelas, salpicadas de monzón, se encuentran repletas de tiendas a propósito de nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra comodidad… Todo aquello que queríamos encontrar en Nepal está aquí. No cabe decepción alguna. Ellos saben muy bien lo que buscas. Todo ello por un módico precio en rupias, pero antes tendrás que negociar.
Sigo caminando hacia ningún lugar. Quisiera conocer donde me conducirán mis pasos, ¿cuás es el camino a la Kathmandú real? Mis zapatos están convencidos de conocerlo pues sus movimientos son precisos. Resulta fácil reconocer que has salido del ghetto turístico cuando el caos se hace aún más evidente. Las calles no tienen aceras, tan solo las delimitan los edificios y las marcadas acequias a ambos lados por donde discurre un agua embarrada que va a parar a las oxidadas alcantarillas. El tráfico sigue siendo insolente, más aún cuando son nepalíes los que estorban, sin embargo aquí parecen estar acostumbrados. El claxon es un sonido familiar aunque fastidioso. Las motos te rozan por cualquier lado, es imposible huir de sus alas de moscardón.
La ciudad se hace ahora más auténtica. Mucha gente circula en ambos sentidos. Todo es prisa, pero no es una prisa frenética, sino más bien aprendida, habitual, de hormiguero. Flanqueando los callejones se suceden los comercios, ridículos habitáculos cuya mercancía cubre por entero suelos y paredes. En medio, el tendero te sonríe y muestra las palmas de sus manos a modo de invitación. Tiendas de hilos, telas, carne abierta de cordero y pollo sobre mostradores rojizos, churros y samosas expuestas sobre enormes cacerolas de metal, rutilantes joyerías, vendedores de aceite a granel, semillas, ferreterías donde se puede encontrar el tornillo adecuado entre tanta cajita, pastelerías con sus vitrinas repletas, sombríos restaurantes de paredes ennegrecidas y techos bajos con olor a aceite recalentado, farmacias con frasquitos en eficientes estanterías y donde se puede encontrar hasta el papel higiénico, tiendas de discos que son un refugio musical ante tanto ruido, tiendas de té, colmados…
Al llegar a una plaza, no es difícil asombrarte con un templo, ajado y a medio caer que se mantiene en pie de puro milagro. Con sus tejados sobresaliendo sobre la pared del edificio formando cornisas rectangulares que se apoyan en talladas vigas de madera y de las que cuelgan viejos volantes de color burdeos. Los nepalíes pasan junto al templo y se tocan la frente varias veces, justo en el lugar donde llamea un lunar rojo. Con su mano derecha hacen girar los cilindros que se alinean junto a la pared del templo. Todos lo hacen maquinalmente, como si fuese un además atávico que naciera con ellos. El budismo carece aquí del glamour que se le otorga en occidente, de esa pose progre de falso hippy. En Kathmandú la religión es algo natural, tradicional mejor dicho, algo asumido en la vida diaria.
Sigo caminando hacia ningún lugar, a izquierda y derecha, cualquier camino parece conducirme a la Estupa de Swayambunath (también llamada de los monos). Encaramada en lo alto de una colina, tras una empinada cuesta y una interminable escalera de perfecta perspectiva hacia el cielo. Peldaño tras peldaño no encontramos con los gemidos de los mendigos apostados en los laterales y las vendedoras de chucherías y agua mineral del otro lado. Niños harapientos extienden la mano mientras que con la otra te rozan para hacer evidente su presencia. Es un camino donde nos mezclamos nepalíes y turistas. El objetivo de la Nikom siempre a punto, pero ahora no hay otra misión que ascender a pesar de los goterones de sudor que resbalan por el cuerpo. Arriba nos espera una brisa fresca como premio. Multitud de creyentes recorriendo la estupa en el sentido de las agujas del reloj. Comerciantes exponiendo sus rosarios, las imágenes, las antigüedades. Un vendedor de helado corta un trozo que ha sacado de la nevera de plástico, lo pincha en un palillo de dientes y lo ofrece a un niño por 10 rupias. El comercio y la oración conviviendo en el espacio, como en la antigua Jerusalem.
Me detengo junto al muro de piedra que separa la estupa del exterior. Desde allí se puede divisar la ciudad, abigarrada, estática, como un enorme tapiz bordado de pequeños detalles que apenas son visibles a la vista.

Desde Kathmandú les habló Pedro Rojano, saboreando una Pakora vegetal al ritmo de la escritura.

NEPAL IV. ¿QUE SIGNIFICA ALCANZAR UN RETO?: EL HIMALAYA


Edurne Pasaban, Juanito Oyarzabal y tantos otros ya nos han mostrado lo que es llegar al techo del mundo. Verlos en la tele logrando hollar sus botas en las cumbres heladas de los ochomiles llena de emoción y de inquietud por el desconocimiento de hasta qué punto ponen en riesgo sus vidas para alcanzar su propósito.
El hombre siempre se ha fijado los retos más inalcanzables para poner a prueba su capacidad, sus límites. ¿Qué significa alcanzar esos retos? Pues es algo difícil de explicar, supongo que cada uno podrá explicar los motivos que le llevan a tratar de superar los suyos.
La cordillera del Himalaya ofrece extraordinarias oportunidades para poner a prueba esas capacidades de las que he hablado. Multitud de agencias ofrecen caminar a través de sus senderos en caminatas que pueden durar desde 2 días hasta 20 o incluso treinta días. Nosotros decidimos (aconsejados por una pareja de sevillanos) caminar por un sendero que circula alrededor del grupo de picos denominados “Annapurnas” y que se denomina, como no podía ser de otra manera “Around Annapurna”. Diseñamos nuestro paseo en diez días en el que ascenderíamos desde un pueblito a 800 metros de altura llamado Besisahar hasta otro llamado Jomsom de 3.600 metros de altura que se encuentra a 130 kilómetros de distancia del anterior. Esta travesía tiene su punto álgido en el paso de Thorung La que hay que cruzar a falta de dos días para llegar a Jomsom y que se encuentra a 5.410 metros de altura.
Cuando te inscribes en el centro especializado para senderistas, todas estas cifras suenan demasiado frías, desprovistas de significado alguno: 10 días, 5410 mts, 130 Kms… No lo piensas detenidamente. Un simple paseo por la montaña.
Pero cuando comienzas a caminar y las jornadas se van convirtiendo en horas de dura ascensión; cuando el monzón te ignora lanzando su furia sobre los campos de arroz, sobre los pueblos, sobre nuestras cabezas cubiertas por el chubasquero; cuando las botas comienzan a clavarse en el barro… entonces comienzas a convertir aquellas cifras en verdaderos hitos cuyo alcance será toda una meta que nos hará más grandes.
El sendero atraviesa paisajes increíbles de frondosa vegetación junto a un río de color horchata por los sedimentos que transporta y cuyas aguas desesperadas se rompen aquí y allá en remolinos altísimos, junto a él se elevan las montañas por las que transcurrimos. Por ellas descienden elevadas cascadas que dejan caer el polvo de agua sobre el lecho del río. Cruzamos sobre puentes colgantes de hilos de acero y nos adentramos cada vez más en una tierra desconocida, en los dominios de la naturaleza. Cada hora, aproximadamente, el sendero atraviesa un pueblito nepalí con casas de madera ennegrecida y piedra. Prácticamente lo componen las casas a ambos lados del sendero enlosado en esta parte del camino. Carteles anuncian el hospedaje, el restaurante, la tienda… más allá también encontramos establos con búfalos y cabras, casas destartaladas en las que la intimidad no conserva las letras. Huele a humedad, el sonido del río es violento, nuestros bastones repiquetean sobre el suelo a nuestro paso.
Antes de que llegue la noche dormiremos en alguno de estos hostales con habitaciones angostas, con espacio para dos camastros de madera con dos colchonetas, una sábana avejentada y mantas. Hay un baño turco a compartir y en la mayoría de las ocasiones una ducha sin agua caliente, pues la única forma de calentar el agua es con energía solar (ahora casi siempre está nublado) o con gas, y esta última opción es carísima porque las bombonas han de ser transportadas por porteadores.
La cena siempre a base de hidratos de carbono combinados con verduras y sopa de ajo que es buena para la altura (no para las relaciones sociales). A medida que asciendes, los precios de todo van aumentando.
7 días hasta que llegamos al “High Camp Thorung La”, 4.800 metros de altura, el último pueblo antes del paso de Thorung, mucho frío, La niebla cubre el paisaje, los picos ocho miles están ahí detrás, pero apenas los hemos podido ver, siempre las nubes nos lo ocultan.
Finalmente llega el día y la montaña se hace cada vez más indomable. La altura te obliga a dar los pasos cada vez más cortos, las cuestas más empinadas. Ya no puedes tirar de la mochila. Pero está ahí, es el reto, tienes que atravesarlo porque de alguna manera estás consiguiendo superar tus limitaciones y tras ello podrás superar muchas otras. Lo sabes, pero cuesta poner un pie detrás del otro: 4900, 5000, 5100… el paisaje ya está desierto, solo piedras y escarpados, algunos porteadores con su carga sujeta por una cinta en la cabeza avanzan despacio por las rampas. Cada uno lucha consigo mismo, la montaña impone las reglas, falta el oxígeno. Al final te parece imposible cuando contemplas en la distancia multitud de pañuelitos de colores (oraciones budistas) colgadas de un cartel. El cambio de rasante más deseado. Allí está. Tu cuerpo saca fuerzas del vacío. Avanzas, 5400 metros. El texto del cartel dice en inglés: “HAS LOGRADO CULMINAR CON ÉXITO LA ASCENSION, ENHORABUENA. ESPERAMOS VERTE DE NUEVO”
“Ni lo sueñes” digo yo.
Sonia y yo nos abrazamos con el Nessum dorma de fondo. Las lágrimas corren por el rostro. Un brazo en alto. Junto a nosotros se alza majestuoso y amenazador el nevado del Thorung Pic a más de 7000 metros de altura. Blanco como el humo de una pira.
¡LO HEMOS CONSEGUIDO!

Desde Chitwan, a tan solo cuatrocientos metros de altura y rodeado de una selva espesa, les habló Pedro Rojano