domingo, 8 de agosto de 2010

NEPAL V. EL TAPIZ

Son las seis de la mañana, hace rato que el sol y la vida han abandonado su escondite. Salgo de mi habitación. Mi vecino ha colocado un trozo de papel pegado en la puerta: “IF YOU KNOW WHERE TO GO, YOU WILL MISS THE CHANCE TO DISCOVER OTHERLANDS” (Si sabes donde ir, perderás la oportunidad de conocer otras tierras).
Subo a la terraza del hotel. Desde aquí arriba puedo contemplar la enorme extensión de la ciudad de Kathmandú. Una ingente acumulación de edificios apelotonados que apenas permiten entrever los huecos desordenados de las calles y plazas. Se diría que se trata de un enorme tapiz abigarrado de colores bordados y remarcado por el verde absoluto de las montañas. El paisaje cenital de la ciudad.
Salgo a la calle. Mi hotel se encuentra en pleno centro de un barrio turístico: Thamel. Todas sus callejuelas, salpicadas de monzón, se encuentran repletas de tiendas a propósito de nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra comodidad… Todo aquello que queríamos encontrar en Nepal está aquí. No cabe decepción alguna. Ellos saben muy bien lo que buscas. Todo ello por un módico precio en rupias, pero antes tendrás que negociar.
Sigo caminando hacia ningún lugar. Quisiera conocer donde me conducirán mis pasos, ¿cuás es el camino a la Kathmandú real? Mis zapatos están convencidos de conocerlo pues sus movimientos son precisos. Resulta fácil reconocer que has salido del ghetto turístico cuando el caos se hace aún más evidente. Las calles no tienen aceras, tan solo las delimitan los edificios y las marcadas acequias a ambos lados por donde discurre un agua embarrada que va a parar a las oxidadas alcantarillas. El tráfico sigue siendo insolente, más aún cuando son nepalíes los que estorban, sin embargo aquí parecen estar acostumbrados. El claxon es un sonido familiar aunque fastidioso. Las motos te rozan por cualquier lado, es imposible huir de sus alas de moscardón.
La ciudad se hace ahora más auténtica. Mucha gente circula en ambos sentidos. Todo es prisa, pero no es una prisa frenética, sino más bien aprendida, habitual, de hormiguero. Flanqueando los callejones se suceden los comercios, ridículos habitáculos cuya mercancía cubre por entero suelos y paredes. En medio, el tendero te sonríe y muestra las palmas de sus manos a modo de invitación. Tiendas de hilos, telas, carne abierta de cordero y pollo sobre mostradores rojizos, churros y samosas expuestas sobre enormes cacerolas de metal, rutilantes joyerías, vendedores de aceite a granel, semillas, ferreterías donde se puede encontrar el tornillo adecuado entre tanta cajita, pastelerías con sus vitrinas repletas, sombríos restaurantes de paredes ennegrecidas y techos bajos con olor a aceite recalentado, farmacias con frasquitos en eficientes estanterías y donde se puede encontrar hasta el papel higiénico, tiendas de discos que son un refugio musical ante tanto ruido, tiendas de té, colmados…
Al llegar a una plaza, no es difícil asombrarte con un templo, ajado y a medio caer que se mantiene en pie de puro milagro. Con sus tejados sobresaliendo sobre la pared del edificio formando cornisas rectangulares que se apoyan en talladas vigas de madera y de las que cuelgan viejos volantes de color burdeos. Los nepalíes pasan junto al templo y se tocan la frente varias veces, justo en el lugar donde llamea un lunar rojo. Con su mano derecha hacen girar los cilindros que se alinean junto a la pared del templo. Todos lo hacen maquinalmente, como si fuese un además atávico que naciera con ellos. El budismo carece aquí del glamour que se le otorga en occidente, de esa pose progre de falso hippy. En Kathmandú la religión es algo natural, tradicional mejor dicho, algo asumido en la vida diaria.
Sigo caminando hacia ningún lugar, a izquierda y derecha, cualquier camino parece conducirme a la Estupa de Swayambunath (también llamada de los monos). Encaramada en lo alto de una colina, tras una empinada cuesta y una interminable escalera de perfecta perspectiva hacia el cielo. Peldaño tras peldaño no encontramos con los gemidos de los mendigos apostados en los laterales y las vendedoras de chucherías y agua mineral del otro lado. Niños harapientos extienden la mano mientras que con la otra te rozan para hacer evidente su presencia. Es un camino donde nos mezclamos nepalíes y turistas. El objetivo de la Nikom siempre a punto, pero ahora no hay otra misión que ascender a pesar de los goterones de sudor que resbalan por el cuerpo. Arriba nos espera una brisa fresca como premio. Multitud de creyentes recorriendo la estupa en el sentido de las agujas del reloj. Comerciantes exponiendo sus rosarios, las imágenes, las antigüedades. Un vendedor de helado corta un trozo que ha sacado de la nevera de plástico, lo pincha en un palillo de dientes y lo ofrece a un niño por 10 rupias. El comercio y la oración conviviendo en el espacio, como en la antigua Jerusalem.
Me detengo junto al muro de piedra que separa la estupa del exterior. Desde allí se puede divisar la ciudad, abigarrada, estática, como un enorme tapiz bordado de pequeños detalles que apenas son visibles a la vista.

Desde Kathmandú les habló Pedro Rojano, saboreando una Pakora vegetal al ritmo de la escritura.

NEPAL IV. ¿QUE SIGNIFICA ALCANZAR UN RETO?: EL HIMALAYA


Edurne Pasaban, Juanito Oyarzabal y tantos otros ya nos han mostrado lo que es llegar al techo del mundo. Verlos en la tele logrando hollar sus botas en las cumbres heladas de los ochomiles llena de emoción y de inquietud por el desconocimiento de hasta qué punto ponen en riesgo sus vidas para alcanzar su propósito.
El hombre siempre se ha fijado los retos más inalcanzables para poner a prueba su capacidad, sus límites. ¿Qué significa alcanzar esos retos? Pues es algo difícil de explicar, supongo que cada uno podrá explicar los motivos que le llevan a tratar de superar los suyos.
La cordillera del Himalaya ofrece extraordinarias oportunidades para poner a prueba esas capacidades de las que he hablado. Multitud de agencias ofrecen caminar a través de sus senderos en caminatas que pueden durar desde 2 días hasta 20 o incluso treinta días. Nosotros decidimos (aconsejados por una pareja de sevillanos) caminar por un sendero que circula alrededor del grupo de picos denominados “Annapurnas” y que se denomina, como no podía ser de otra manera “Around Annapurna”. Diseñamos nuestro paseo en diez días en el que ascenderíamos desde un pueblito a 800 metros de altura llamado Besisahar hasta otro llamado Jomsom de 3.600 metros de altura que se encuentra a 130 kilómetros de distancia del anterior. Esta travesía tiene su punto álgido en el paso de Thorung La que hay que cruzar a falta de dos días para llegar a Jomsom y que se encuentra a 5.410 metros de altura.
Cuando te inscribes en el centro especializado para senderistas, todas estas cifras suenan demasiado frías, desprovistas de significado alguno: 10 días, 5410 mts, 130 Kms… No lo piensas detenidamente. Un simple paseo por la montaña.
Pero cuando comienzas a caminar y las jornadas se van convirtiendo en horas de dura ascensión; cuando el monzón te ignora lanzando su furia sobre los campos de arroz, sobre los pueblos, sobre nuestras cabezas cubiertas por el chubasquero; cuando las botas comienzan a clavarse en el barro… entonces comienzas a convertir aquellas cifras en verdaderos hitos cuyo alcance será toda una meta que nos hará más grandes.
El sendero atraviesa paisajes increíbles de frondosa vegetación junto a un río de color horchata por los sedimentos que transporta y cuyas aguas desesperadas se rompen aquí y allá en remolinos altísimos, junto a él se elevan las montañas por las que transcurrimos. Por ellas descienden elevadas cascadas que dejan caer el polvo de agua sobre el lecho del río. Cruzamos sobre puentes colgantes de hilos de acero y nos adentramos cada vez más en una tierra desconocida, en los dominios de la naturaleza. Cada hora, aproximadamente, el sendero atraviesa un pueblito nepalí con casas de madera ennegrecida y piedra. Prácticamente lo componen las casas a ambos lados del sendero enlosado en esta parte del camino. Carteles anuncian el hospedaje, el restaurante, la tienda… más allá también encontramos establos con búfalos y cabras, casas destartaladas en las que la intimidad no conserva las letras. Huele a humedad, el sonido del río es violento, nuestros bastones repiquetean sobre el suelo a nuestro paso.
Antes de que llegue la noche dormiremos en alguno de estos hostales con habitaciones angostas, con espacio para dos camastros de madera con dos colchonetas, una sábana avejentada y mantas. Hay un baño turco a compartir y en la mayoría de las ocasiones una ducha sin agua caliente, pues la única forma de calentar el agua es con energía solar (ahora casi siempre está nublado) o con gas, y esta última opción es carísima porque las bombonas han de ser transportadas por porteadores.
La cena siempre a base de hidratos de carbono combinados con verduras y sopa de ajo que es buena para la altura (no para las relaciones sociales). A medida que asciendes, los precios de todo van aumentando.
7 días hasta que llegamos al “High Camp Thorung La”, 4.800 metros de altura, el último pueblo antes del paso de Thorung, mucho frío, La niebla cubre el paisaje, los picos ocho miles están ahí detrás, pero apenas los hemos podido ver, siempre las nubes nos lo ocultan.
Finalmente llega el día y la montaña se hace cada vez más indomable. La altura te obliga a dar los pasos cada vez más cortos, las cuestas más empinadas. Ya no puedes tirar de la mochila. Pero está ahí, es el reto, tienes que atravesarlo porque de alguna manera estás consiguiendo superar tus limitaciones y tras ello podrás superar muchas otras. Lo sabes, pero cuesta poner un pie detrás del otro: 4900, 5000, 5100… el paisaje ya está desierto, solo piedras y escarpados, algunos porteadores con su carga sujeta por una cinta en la cabeza avanzan despacio por las rampas. Cada uno lucha consigo mismo, la montaña impone las reglas, falta el oxígeno. Al final te parece imposible cuando contemplas en la distancia multitud de pañuelitos de colores (oraciones budistas) colgadas de un cartel. El cambio de rasante más deseado. Allí está. Tu cuerpo saca fuerzas del vacío. Avanzas, 5400 metros. El texto del cartel dice en inglés: “HAS LOGRADO CULMINAR CON ÉXITO LA ASCENSION, ENHORABUENA. ESPERAMOS VERTE DE NUEVO”
“Ni lo sueñes” digo yo.
Sonia y yo nos abrazamos con el Nessum dorma de fondo. Las lágrimas corren por el rostro. Un brazo en alto. Junto a nosotros se alza majestuoso y amenazador el nevado del Thorung Pic a más de 7000 metros de altura. Blanco como el humo de una pira.
¡LO HEMOS CONSEGUIDO!

Desde Chitwan, a tan solo cuatrocientos metros de altura y rodeado de una selva espesa, les habló Pedro Rojano