La ciudad de Delhi es un
caos de tráfico y ruido empanado por una atmósfera grisácea que
casi no permite el paso de la luz del sol. Hace un calor nada
compasivo y todo se mueve eléctricamente por las enormes avenidas y
los callejones diminutos que componen la red viaria. La gente es muy
amable, yo diría que exageradamente, pero aunque algunos tratan de
ganarse tu amistad para conseguir algo, lo cierto es que otros muchos
lo hacen sin interés alguno. Nos han mostrado las calles en los
mapas, nos han guiado por los callejones en busca de la oficina de
turismo, se han reído con nuestra mala pericia al cruzar las calles
sin semáforos, se han mostrado tolerantes ante la prepotencia de
nuestra NIKON. Lo mejor
hasta ahora, la solidaridad de una familia que intercambió su sitio
en el avión con el de Sonia, ya que la British Airways nos había
separado con seis filas de diferencia. No hizo falta decir nada: una
señora se dio cuenta y se ofreció a cambiar su asiento. Fue un
generoso gesto que nos daba la bienvenida a este país.
Rajib Al Sahib es el
conductor del taxi que nos lleva al hotel. Es natural de Lahore, sus
padres emigraron a Delhi cuando era demasiado pequeño. Ha vivido en
esta ciudad desde entonces y no ha salido de ella. Se gana la vida
trasladando pasajeros del aeropuerto al centro de la ciudad. Lo hace
bien, esquivando sin dificultad a todo el que se interpone. Los
turistas se asustan, pero en cuanto comprueban su pericia saben que
no hay nada que temer. Cuando los mira a través del retrovisor de su
TATA INDIGO, con sus caritas de leche, sus enormes cámaras y los
ojos asustados, sonríe y trata de que no se sorprendan por la
cantidad de criaturas que se amontonan en las calles, que sobreviven
como pueden: THIS IS INDIA, MADAM. Es un buen trabajo el suyo, dice.
Conoce el trayecto tan bien como las manchas del techo del INDIGO.
Sobre todo porque para él, esas manchas son las únicas estrellas
del pequeño cielo donde vive y del que vive.