sábado, 18 de agosto de 2012

CUBA III. TRINIDAD


Cualquier guía de viajes de Cuba te aconsejará visitar la ciudad de Trinidad como lugar imprescindible. No se equivocan, de hecho entre todas esas guías y los fondos de la Unesco han conseguido hacer de esta localidad un auténtico lugar de peregrinación para turistas. No sería justo obviar la belleza de sus empedradas calles en cuesta flanqueadas por casonas coloniales, verdaderos palacetes rústicos que conservan (gracias a la inyección económica) el encanto antiguo de la época en que Cuba resplandecía como la perla del Caribe. Esta pequeña ciudad, antaño refugio de piratas ilustres como Morgan, ofrece al visitante un cuadro de coloreadas fachadas, altas ventanas con barrotes de madera, casas de techos altos y generosos patios cubiertos de plantas. Cada esquina esconde un dilema, cada puerta encierra un coqueto paladar, una tienda de souvenirs, una galería de arte o un hostal con encanto. Es difícil no dejarse atrapar por sus rincones fotogénicos, por la música que diariamente inunda las calles, por el sonido de los pregones, por las continuas recomendaciones de los jineteros para visitar tal o cual restaurante. 

La foto que nos había traído a Trinidad no era la de las guías, sino una realizada por un entrañable amigo que vivió unos años en La Habana. En ella, un ciclista con un contrabajo a la espalda, avanza cuesta arriba salvando los guijarros de la calzada. En esa foto no hay turistas, y refleja muchas de las cosas que hemos encontrado en Cuba: El esfuerzo, la dificultad, la música, “el resodvé” (del que hablaré en otra crónica), la sencillez, el colorido. Vinimos para conocer esa Trinidad, y el azar quiso que la encontráramos. 

Tras una mañana de visita a la ciudad, el cielo se cubre de un nubarrón tan oscuro como un eclipse, una señora sentada en el escalón de una tienda mira al cielo. Le pregunto si va a descargar, sonríe y me lo afirma con la cabeza. Pronto el aguacero se desploma sobre las calles y limpia de gente las aceras, los comercios, los carteles portátiles, los jineteros... Todo el mundo refugiado bajo soportales. Trinidad muestra así su cara más limpia, más pura. Es un placer contemplar desierta la plaza de piedra bajo un manto de agua. Cuando escampa todo vuelve a su ajetreo y entonces nos aborda Don Mario García (permitidme que oculte su verdadero nombre), un caballero de 92 años, sencillo pero muy dignamente vestido con su sombrero de palmito y luciendo un bigote tan blanco como su flequillo. Su porte magnífico, pretendidamente esbelto quiere proyectarnos a su pasado de mejor fortuna. Nieto de españoles y heredero de un buen nombre y patrimonio que quedó enterrado tras la revolución, pero él lo cuenta sin rencor, con una pátina temporal que descubre aún más el drama. Nos vende unos paquetitos caseros que contienen pesos cubanos de curso legal. Lo primero que me cautiva es su extraordinaria memoria porque al saber que somos andaluces, nos recita las ocho provincias y sus límites. Me dice que se sabe además las gallegas, las levantinas... presume de una buena memoria que no ha perdido a pesar de su edad, a pesar de la revolución... Nos invita a su casa a tomar un cafecito con su esposa Margarita (también me guardo el nombre verdadero), y cuando por la tarde aparecemos allá, nos hace saber que estaba confiado de que apareceríamos porque los españoles somos gente de palabra (excepto los políticos, bromeo).

Margarita nos abre la puerta, es una encantadora abuelita de anchas caderas y la piel blanca como su pelo. Su mirada es amable a pesar de su afilado perfil heredado de sus antepasados españoles. Nos hace pasar al salón iluminado débilmente. Bajo el alto techo presiden cuatro enormes butacones de madera, un televisor y muchos cuadros de fotos familiares. Nos sentamos a esperar a D. Mario que se está acicalando. Doña Margarita nos prepara un cafecito con su sonrisa de almidón, su batita azul de tirantes y su mirada sorprendida. ¿Con azúcar?, ¿Sí? Así es como lo tomamos nosotros, nos dice dirigiéndose a la cocina. 

Don Mario García aparece, se sienta con nosotros y se balancea en su butacón. Su bigote blanco y su flequillo rebelde sobreviven al tiempo como ejemplo de su propia revolución. Nos habla de su familia, de la historia de Cuba que él ha vivido en varios de sus tramos. ¡Desde el gobierno de Machado, después Batista y por último la revolución de Castro! Nos muestra los estragos revolucionarios y se apasiona contando la historia de su padre que logró crear un imperio de tierras y ganaderías que Don Mario heredó pero que tuvo que entregar a los revolucionarios de Fidel. Menos mal que conservaron la casa de Trinidad. Margarita nos habla de sus parientes contrarrevolucionarios que tuvieron que huir; de su padre que tenía una finca con caballos; de sus hijos, algunos de los cuales se marcharon, otros son médicos, economistas; de sus nietos y biznietos... Nos enseña las fotos. Hay mucha gente en ellas y mucha alegría en sus ojos cuando nos las explica, pero la soledad acecha por los rincones, bajo las butacas y tras los marcos. 

Cuando nos despedimos, volvemos a pasear por Trinidad, los muros de las casas tienen ahora otro color, más vivos aún, debe ser por el aguacero. Todo se comprende mejor. Fue una suerte compartir con este matrimonio la tarde, aprender la historia a través de sus recuerdos, conocer la realidad de la ciudad más allá de la Lonely Planet, sentir la huella de nuestros antepasados comunes que nos unen con esta preciosa y sufrida isla. 

(Nota: Hubiera sido justo poner sus verdaderos nombres y una foto del matrimonio, pero lamentablemente puede ser peligroso para ellos publicar esta crónica teniendo en cuenta su sinceridad. Si alguno de vosotros va a Trinidad y quisiera conocerlos, no teneis más que contactar conmigo y os daré la dirección y sus nombres verdaderos).