domingo, 28 de septiembre de 2014

CHINA III: LOS HUTONGS


En este país lo único que se han quedado pequeño son los hutongs. Estos antiguos barrios, que se concentran en algunas zonas del centro de las ciudades, están delimitados por calles estrechas y diminutas casas de una planta que, en muchas ocasiones, no disponen ni siquiera de baños; para ello hay baños públicos distribuidos por las calles que los vecinos comparten. Imagino que esos bidones oxidados del tamaño de una garrafa de cinco litros que he visto en las puertas de las casas deben ser para emergencias nocturnas.


Si nadie lo remedia, estos barrios están destinados a desaparecer, de hecho, en algunas ciudades como Datong, los están demoliendo en beneficio de la construcción de un nuevo centro al estilo de la antigua China (tal si fuera una zona de un parque temático dedicada a Asia). Aunque en realidad estos barrios a imitación de los clásicos tienen la función de convertirse en gigantescos barios comerciales que atraerán a los miles de turistas locales y extranjeros, creyendo que lo que ven es el verdadero centro viejo de la ciudad: “muy auténtico, muy chino, muy decorado”. Nos hemos adentrado por los callejones de esos viejos y destartalados hutongs para tratar de ver la vida real de estos ciudadanos, los cuales se han quedado atrasados en la carrera hacia la prosperidad. El suelo es de tierra, las paredes de las casas están construidas con ladrillos de color gris plomo. La mayoría de las puertas y ventanas son de madera inflada de humedad con los marcos desvencijados. Algunos de los cubículos están ocupados por talleres artesanales donde se arreglan objetos, se trabaja la madera o el metal, se fabrica repostería, etc. Otros son pequeños restaurantes de poca luz, manteles de hule y sillas de madera, con una barbacoa fuera donde se asan los pinchos de carne de cerdo, de pollo, pulpo o cangrejos de río, incluso se preparan pinchos de huevos fritos de codorniz. En la mayoría de ellos viven sus habitantes, a los que intuyo por la ropa tendida y las bicicletas apoyadas en los muros. Al cruzarnos con ellos nos sonreían extrañados de ver a unos europeos por allí. Ni hao, Ni hao (hola, hola). La dificultad de comunicación es incuestionable, pero el lenguaje corporal es un buen sustituto en estos casos.


Sobre los tejados inclinados de los hutongs podemos ver elevadísimas grúas en el horizonte lejano. Se construyen cientos de rascacielos de viviendas, auténticas colmenas de hormigón. Pienso que la intención es albergar a la población que diariamente llega a las ciudades habiendo elevado su poder adquisitivo. O quizás lo que se pretende es recolocar las vidas de los vecinos de los hutongs con el fin de que abandonen sus viejos barrios en el centro y dejen paso a los nuevos y elegantes barrios comerciales.


Merece la pena perderse por aquí, y de esta forma sentir la amabilidad gestual de sus gentes, librándose así por unos instantes de la modernidad atropellada de las grandes ciudades de China.

Pedro Rojano


domingo, 21 de septiembre de 2014

CHINA II: LA GRAN MURALLA


La gran muralla es uno de los monumentos más emblemáticos del mundo, y a pesar de los más de 2000 años que lleva en pie, aún mantiene buenas condiciones para repeler una agresión exterior. Buenos son los chinos. De cualquier forma está restaurada en varios puntos, porque de otra forma sería impracticable caminar sobre ella. Nosotros elegimos Mu Tian Yu, y para llegar allí desde Pekín es necesario recorrer 70 kms en autobús (de línea, por supuesto, no íbamos a ser diferentes).

Cuando por fin llegas, te encuentras con una gran y modernísima portada de acceso junto a una explanada para el aparcamiento de autobuses. La taquilla está repleta de ventanillas, donde atienden a cientos de turistas que hacen cola para entrar (la mayoría locales). A nosotros nos tocó una mujer que no sabía hablar inglés y que, para colmo, se puso a llorar cuando le tocó atenderme. Me dio apuro y esperé a que se le pasara (no supe decir en chino ni una palabra de consuelo), pero los que venían detrás de mí (menos considerados) me empujaban disimuladamente para que me apresurara. Al final le dije a la mujer —por señas—, si prefería que me fuera a que me atendiera otra persona, y para mi sorpresa me dijo que sí. Tuve que hacer una cola de nuevo (menos mal que era rápida), y la muchacha que me tocó esta vez sabía un pelín de inglés, que unido al pelín que sé yo, logré comprar las entradas para acceder al recinto. Para los curiosos unos 7 euros por cabeza.


En la entrada la emoción te hace cosquillas en el estómago. Solo se ven personas, muchas personas, tiendas y de fondo un telón de montañas tupidas con un color verde intenso. Un microbús recorre los dos kilómetros de distancia hasta el inicio de las escalinatas que te conducirán hasta la muralla. Subir supone un gran esfuerzo, y lo que en el inicio consistía en seguir al turista que te precede, se convierte, tras los primeros cien escalones, en una lucha contigo mismo —sobre todo con tus rodillas— por no rendirte. Miras hacia arriba y solo ves más escaleras con una inclinación demasiado vertical (al menos eso te parece), y el bosque a los lados. Hace mucho calor, y con el esfuerzo tu ropa se empapa hasta parecer que te ha caído un aguacero. Cuando crees que aquello nunca se acabará, te chocas de frente con los muros de la muralla. Ya no te importan los demás turistas, después de haber subido hasta allí valoras a todo aquel que, al igual que tú, lo ha logrado (menos a los que han subido en telesilla, claro está. Si supiera identificarlos los hubiera empujado por alguna de las almenas). Una vez arriba, contemplas extasiado la imagen que tantas veces has visto retratada en los libros y revistas. No se quedaron cortos. La extensión de esa enorme serpiente de piedra es inalcanzable a la vista. Su longitud se desnivela según la pendiente natural de la montaña, por lo que si deseas caminar por ella tendrás que subir o bajar muchas muchas escaleras. Cada cien metros el camino es interrumpido por un enorme kiosko de piedra que sirve de enlace entre los segmentos de muralla. Bajo el tejado en curva de estos edificios se resguardaban del frío y de la lluvia los antiguos vigilantes.



El tremendo esfuerzo que realizo al recorrer la muralla hasta uno de los extremos que divisé al comienzo, me conduce a pensar en la obra, en la ingeniería, en el proyecto. Me resulta fascinante comprobar cómo los antiguos gobernantes proyectaban este tipo de obras, sabiendo de antemano que no sobrevivirían para su inauguración: Pirámides, Catedrales, Murallas... A su finalización ninguno de esos monumentos fue contemplado por el o los hombres que lo proyectaron, aquel que lo diseñó, o aquellos que lo imaginaron y ordenaron construirla. Hoy en día carecemos de esos gobernantes capaces de pensar en el largo plazo, en aquellas obras cuyos resultados probablemente no verán completarse en vida. Nuestros políticos necesitan proyectos a corto plazo, aunque sean débiles, aunque el paso del tiempo los haga desaparecer en la nada. Lo importante es que ellos lo contemplen antes de finalizar su legislatura. Por eso, dentro de muchos años no tendremos una muralla que haya sobrevivido terremotos, ni catedrales que rasguen las paredes del cielo, ni pirámides que homenajeen a los muertos. Por si alguno está pensando en monumentos, no es mi intención. Yo hablo de grandes proyectos que nos sobrevivan: el legado cultural, el cuidado de nuestro entorno, la educación de las generaciones venideras.

Pedro Rojano



lunes, 15 de septiembre de 2014

55 SEGUNDOS EN PEKIN

La imagen que tengo de China proviene de la de la época de los emperadores, la de los viajes de Marco Polo y la Ruta de la Seda; la de Mao y su Revolución cultural; la China con los dobles y triples tejados con los vértices curvados hacia arriba, la de las bicicletas, la de los vestidos de hilo dorado, la de los guerreros, la de las artes marciales, la de la Ciudad Prohibida y aquel último emperador pequeño retratado por Bertolucci mientras jugueteaba con una sábana de color amarillo. Sin darnos cuenta vamos llenando nuestra cabeza de una mezcla de imágenes anacrónicas que en nada conforman una idea real de lo que es la China actual.  La imagen que se me ha quedado al contemplar Pekín poco tiene que ver con eso, es una ciudad moderna, de edificios modernos que han terminado por devorar los barrios antiguos de casas bajas y estrechas calles. Las avenidas son enormes pistas de varios carriles flanqueadas por edificios independientes de cristal. La vista se pierde en el horizonte brumoso, y aún entonces se intuyen rascacielos  azulados por la lejanía. Pekín es una megaciudad  con claros síntomas de esa globalización que ha convertido al mundo en una enorme franquicia.


Sin embargo, para el viajero romántico aún quedan espacios donde soñar con otros tiempos. La ciudad prohibida se eleva imperiosa en el centro de Pekín y se me antoja que esta situación estratégica no es nada casual. Los chinos dan muchísima importancia a la disposición de los edificios y las calles. Los muros burdeos de la ciudad delimitan una extensión de 720.000 m2, donde se conservan casi intactos los edificios que un día albergaron  a los emperadores, su familia real y su corte de concubinas y sirvientes. 

El paseo por esta pequeña gran ciudad aún puede llevarte a revivir un poco de su pasado, pero es necesario realizar un esfuerzo y tratar de obviar a los miles y miles de visitantes que recorren sus calles y sus edificios como si de un día de feria se tratara.



Los chinos son un pueblo numeroso, y después de pasar un par de días en Pekín es algo evidente. Las calles, a pesar de su amplitud están atestadas de tráfico y de peatones. Las paradas de metro siempre están inundadas de pasajeros (sea la hora que sea). Los vagones viajan repletos de personas que consultan insistentemente sus tabletas o móviles. Los mercados de comida y sus kioskos de pinchos están abarrotados de consumidores, y para cualquier cosa hay que hacer una cola. Los parques como el de Bei Hai, o el del Templo del Cielo, o el Olímpico presidido por su nido de pájaro, son una explosión de vida con gente que juega al bádminton, o al ajedrez chino, o practica tai chi mirando al lago, o canta en un pequeño grupo de jubilados, o se detiene a mirarlo todo. Es toda una aventura compartir la corriente y dejarse llevar .





Pekin es una ciudad impresionantemente habitada, extraordinaria, moderna  y dinámica, agradable y fácil para moverse gracias a su bien diseñado y puntual metro.  Suculenta de restaurantes y llena de historia e historias que merecen ser exploradas.



Pedro Rojano