En Khajuraho se erigen los templos Chandela cuyas esculturas eróticas evocan pasados sinuosos y excitantes, con estatuillas en posturas que se muestran indecentes a los ojos del turista más conservador. El jardín que rodea a los templos tiene un verde intenso, y un camino color tierra que delimitan los setos. Salir del recinto significa enfrentarse a decenas de niños que se ofrecen sin rendición posible a practicar castellano contigo.
- ¿Tú eres de España? / Yo sé español / Muchas gracias / ¿Quieres visitar mi tienda?
Y todo acaba ahí, menos con Aje, un chaval de once años con la piel del color oscuro del bronce, que hablaba un perfecto castellano aprendido tan solo de oír a los turistas. Nos acompañó a visitar la aldea descolorida junto a los templos, más allá de donde llegan los dólares.
Para ir de Khajurajo a Orchha tomamos un taxi, tres horas y media de trayecto por una carretera estrecha por donde, con dificultad pasan dos vehículos (por eso los coches en India o no llevan retrovisor o lo llevan plegado) y flanqueada por una hilera de árboles. El campo que se extiende tiene varias tonalidades de tierra entreverado por el verde disperso de los árboles.
De repente los colores estallan en el horizonte. Un arco iris de mujeres avanza por la cuneta con sus saris, tan diferentes, tan hermosos. A veces la carretera atraviesa una población pequeña donde las casas son frágiles tinglados de madera y tejas que copan los arcenes, y donde el color desaparece si no fuera por los puestos de fruta, de verdura, de carne, de fritadas...
Al llegar a Orchha no esperábamos encontrar un lugar que nos trasladara a las mil y una noches. Sus elevados palacios, que permanecen semi abandonados, hicieron volar nuestra imaginación al tiempo de los marajás, solo nos faltaron las alfombras y las sedas que algún día colgaron de sus paredes.
En la plaza del pueblo, el mercado vuelve a ser protagonista, y las luces amarillas de las lámparas crean las sombras y el misterio de los personajes casi de cuentos que se sientan alrededor de la plaza.
Allí conocimos a Jagonoham, vendedor de henna que nos invito a una coca cola fría mientras nos deleitábamos con los intensos colores que contenían los treinta cuencos metálicos que contiene su mercancía: amarillo, rojo fuego, ámbar, verde oscuro, verde pistacho, rosa fucsia, violeta...
Los rezos del templo llenaban la calle y en la terraza de un coqueto restaurante degustamos la comida india bajo un cielo azul oscuro.
Jagonoham, así me llaman. Aquí me conocen todos, soy el viejo vendedor del mercado, con mis platillos de colores para que las mujeres tiñan sus ropas, sus cabellos, el lunar rojo del entrecejo. ¿Quieres un tatuaje de henna en la mano?, no te costara nada. Desde la mañana hasta por la noche coloreo a los vecinos de mi pequeño pueblo y si algún día vienes por aquí, te ofreceré asiento y mi amistad. ¿Quieres venir a cenar a mi casa? ¿Eh? Tú debes ser bueno, todos los turistas son buenos y muy blanquitos.
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