Son las seis de la mañana, hace rato que el sol y la vida han abandonado su escondite. Salgo de mi habitación. Mi vecino ha colocado un trozo de papel pegado en la puerta: “IF YOU KNOW WHERE TO GO, YOU WILL MISS THE CHANCE TO DISCOVER OTHERLANDS” (Si sabes donde ir, perderás la oportunidad de conocer otras tierras).
Subo a la terraza del hotel. Desde aquí arriba puedo contemplar la enorme extensión de la ciudad de Kathmandú. Una ingente acumulación de edificios apelotonados que apenas permiten entrever los huecos desordenados de las calles y plazas. Se diría que se trata de un enorme tapiz abigarrado de colores bordados y remarcado por el verde absoluto de las montañas. El paisaje cenital de la ciudad.
Salgo a la calle. Mi hotel se encuentra en pleno centro de un barrio turístico: Thamel. Todas sus callejuelas, salpicadas de monzón, se encuentran repletas de tiendas a propósito de nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra comodidad… Todo aquello que queríamos encontrar en Nepal está aquí. No cabe decepción alguna. Ellos saben muy bien lo que buscas. Todo ello por un módico precio en rupias, pero antes tendrás que negociar.
Sigo caminando hacia ningún lugar. Quisiera conocer donde me conducirán mis pasos, ¿cuás es el camino a la Kathmandú real? Mis zapatos están convencidos de conocerlo pues sus movimientos son precisos. Resulta fácil reconocer que has salido del ghetto turístico cuando el caos se hace aún más evidente. Las calles no tienen aceras, tan solo las delimitan los edificios y las marcadas acequias a ambos lados por donde discurre un agua embarrada que va a parar a las oxidadas alcantarillas. El tráfico sigue siendo insolente, más aún cuando son nepalíes los que estorban, sin embargo aquí parecen estar acostumbrados. El claxon es un sonido familiar aunque fastidioso. Las motos te rozan por cualquier lado, es imposible huir de sus alas de moscardón.
La ciudad se hace ahora más auténtica. Mucha gente circula en ambos sentidos. Todo es prisa, pero no es una prisa frenética, sino más bien aprendida, habitual, de hormiguero. Flanqueando los callejones se suceden los comercios, ridículos habitáculos cuya mercancía cubre por entero suelos y paredes. En medio, el tendero te sonríe y muestra las palmas de sus manos a modo de invitación. Tiendas de hilos, telas, carne abierta de cordero y pollo sobre mostradores rojizos, churros y samosas expuestas sobre enormes cacerolas de metal, rutilantes joyerías, vendedores de aceite a granel, semillas, ferreterías donde se puede encontrar el tornillo adecuado entre tanta cajita, pastelerías con sus vitrinas repletas, sombríos restaurantes de paredes ennegrecidas y techos bajos con olor a aceite recalentado, farmacias con frasquitos en eficientes estanterías y donde se puede encontrar hasta el papel higiénico, tiendas de discos que son un refugio musical ante tanto ruido, tiendas de té, colmados…
Al llegar a una plaza, no es difícil asombrarte con un templo, ajado y a medio caer que se mantiene en pie de puro milagro. Con sus tejados sobresaliendo sobre la pared del edificio formando cornisas rectangulares que se apoyan en talladas vigas de madera y de las que cuelgan viejos volantes de color burdeos. Los nepalíes pasan junto al templo y se tocan la frente varias veces, justo en el lugar donde llamea un lunar rojo. Con su mano derecha hacen girar los cilindros que se alinean junto a la pared del templo. Todos lo hacen maquinalmente, como si fuese un además atávico que naciera con ellos. El budismo carece aquí del glamour que se le otorga en occidente, de esa pose progre de falso hippy. En Kathmandú la religión es algo natural, tradicional mejor dicho, algo asumido en la vida diaria.
Sigo caminando hacia ningún lugar, a izquierda y derecha, cualquier camino parece conducirme a la Estupa de Swayambunath (también llamada de los monos). Encaramada en lo alto de una colina, tras una empinada cuesta y una interminable escalera de perfecta perspectiva hacia el cielo. Peldaño tras peldaño no encontramos con los gemidos de los mendigos apostados en los laterales y las vendedoras de chucherías y agua mineral del otro lado. Niños harapientos extienden la mano mientras que con la otra te rozan para hacer evidente su presencia. Es un camino donde nos mezclamos nepalíes y turistas. El objetivo de la Nikom siempre a punto, pero ahora no hay otra misión que ascender a pesar de los goterones de sudor que resbalan por el cuerpo. Arriba nos espera una brisa fresca como premio. Multitud de creyentes recorriendo la estupa en el sentido de las agujas del reloj. Comerciantes exponiendo sus rosarios, las imágenes, las antigüedades. Un vendedor de helado corta un trozo que ha sacado de la nevera de plástico, lo pincha en un palillo de dientes y lo ofrece a un niño por 10 rupias. El comercio y la oración conviviendo en el espacio, como en la antigua Jerusalem.
Me detengo junto al muro de piedra que separa la estupa del exterior. Desde allí se puede divisar la ciudad, abigarrada, estática, como un enorme tapiz bordado de pequeños detalles que apenas son visibles a la vista.
Desde Kathmandú les habló Pedro Rojano, saboreando una Pakora vegetal al ritmo de la escritura.
Subo a la terraza del hotel. Desde aquí arriba puedo contemplar la enorme extensión de la ciudad de Kathmandú. Una ingente acumulación de edificios apelotonados que apenas permiten entrever los huecos desordenados de las calles y plazas. Se diría que se trata de un enorme tapiz abigarrado de colores bordados y remarcado por el verde absoluto de las montañas. El paisaje cenital de la ciudad.
Salgo a la calle. Mi hotel se encuentra en pleno centro de un barrio turístico: Thamel. Todas sus callejuelas, salpicadas de monzón, se encuentran repletas de tiendas a propósito de nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra comodidad… Todo aquello que queríamos encontrar en Nepal está aquí. No cabe decepción alguna. Ellos saben muy bien lo que buscas. Todo ello por un módico precio en rupias, pero antes tendrás que negociar.
Sigo caminando hacia ningún lugar. Quisiera conocer donde me conducirán mis pasos, ¿cuás es el camino a la Kathmandú real? Mis zapatos están convencidos de conocerlo pues sus movimientos son precisos. Resulta fácil reconocer que has salido del ghetto turístico cuando el caos se hace aún más evidente. Las calles no tienen aceras, tan solo las delimitan los edificios y las marcadas acequias a ambos lados por donde discurre un agua embarrada que va a parar a las oxidadas alcantarillas. El tráfico sigue siendo insolente, más aún cuando son nepalíes los que estorban, sin embargo aquí parecen estar acostumbrados. El claxon es un sonido familiar aunque fastidioso. Las motos te rozan por cualquier lado, es imposible huir de sus alas de moscardón.
La ciudad se hace ahora más auténtica. Mucha gente circula en ambos sentidos. Todo es prisa, pero no es una prisa frenética, sino más bien aprendida, habitual, de hormiguero. Flanqueando los callejones se suceden los comercios, ridículos habitáculos cuya mercancía cubre por entero suelos y paredes. En medio, el tendero te sonríe y muestra las palmas de sus manos a modo de invitación. Tiendas de hilos, telas, carne abierta de cordero y pollo sobre mostradores rojizos, churros y samosas expuestas sobre enormes cacerolas de metal, rutilantes joyerías, vendedores de aceite a granel, semillas, ferreterías donde se puede encontrar el tornillo adecuado entre tanta cajita, pastelerías con sus vitrinas repletas, sombríos restaurantes de paredes ennegrecidas y techos bajos con olor a aceite recalentado, farmacias con frasquitos en eficientes estanterías y donde se puede encontrar hasta el papel higiénico, tiendas de discos que son un refugio musical ante tanto ruido, tiendas de té, colmados…
Al llegar a una plaza, no es difícil asombrarte con un templo, ajado y a medio caer que se mantiene en pie de puro milagro. Con sus tejados sobresaliendo sobre la pared del edificio formando cornisas rectangulares que se apoyan en talladas vigas de madera y de las que cuelgan viejos volantes de color burdeos. Los nepalíes pasan junto al templo y se tocan la frente varias veces, justo en el lugar donde llamea un lunar rojo. Con su mano derecha hacen girar los cilindros que se alinean junto a la pared del templo. Todos lo hacen maquinalmente, como si fuese un además atávico que naciera con ellos. El budismo carece aquí del glamour que se le otorga en occidente, de esa pose progre de falso hippy. En Kathmandú la religión es algo natural, tradicional mejor dicho, algo asumido en la vida diaria.
Sigo caminando hacia ningún lugar, a izquierda y derecha, cualquier camino parece conducirme a la Estupa de Swayambunath (también llamada de los monos). Encaramada en lo alto de una colina, tras una empinada cuesta y una interminable escalera de perfecta perspectiva hacia el cielo. Peldaño tras peldaño no encontramos con los gemidos de los mendigos apostados en los laterales y las vendedoras de chucherías y agua mineral del otro lado. Niños harapientos extienden la mano mientras que con la otra te rozan para hacer evidente su presencia. Es un camino donde nos mezclamos nepalíes y turistas. El objetivo de la Nikom siempre a punto, pero ahora no hay otra misión que ascender a pesar de los goterones de sudor que resbalan por el cuerpo. Arriba nos espera una brisa fresca como premio. Multitud de creyentes recorriendo la estupa en el sentido de las agujas del reloj. Comerciantes exponiendo sus rosarios, las imágenes, las antigüedades. Un vendedor de helado corta un trozo que ha sacado de la nevera de plástico, lo pincha en un palillo de dientes y lo ofrece a un niño por 10 rupias. El comercio y la oración conviviendo en el espacio, como en la antigua Jerusalem.
Me detengo junto al muro de piedra que separa la estupa del exterior. Desde allí se puede divisar la ciudad, abigarrada, estática, como un enorme tapiz bordado de pequeños detalles que apenas son visibles a la vista.
Desde Kathmandú les habló Pedro Rojano, saboreando una Pakora vegetal al ritmo de la escritura.
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