sábado, 19 de septiembre de 2009

TURQUIA VI: Las dos orillas del Bósforo




Para llegar a la cresta del cerro de Eyüp, uno de los barrios más sagrados de Estambul, atravieso el viejo cementerio que se derrama por la ladera hasta el Cuerno de Oro. Allí encuentro un inspirado café con inmejorables vistas de la ciudad. A la sombra de una arboleda se intercalan mesitas de madera vieja que habrán sido testigos de declaraciones de amor, de tertulias templadas, partidas de backgammon, de negocios arriesgados, propuestas inconfesables o de alguna mano subterránea, y ahora los son además de un turista jadeante. Así lo disfrutó Pierre Loti, un novelista francés del siglo XIX que eligió este café como lugar de inspiración para escribir varias de sus novelas románticas.
No conozco el nombre anterior, pero ahora, como es natural se llama “Café Pierre Loti” y en su interior puedes encontrar una tienda de souvenirs donde además es posible adquirir algunas de sus novelas en varios idiomas (también en castellano). Después de curiosear en la tienda y hojear las páginas de “Aziyadé” a la búsqueda de alguna descripción fetiche que autentifique este lugar, me siento en una de las mesas junto a la barandilla, y vuelvo a hipnotizarme con la silueta de la ciudad. Es casi medio día y hay demasiada luz, pero aún así la gama de colores sigue siendo nítida. En el fondo, los minaretes de las mezquitas se alinean en un desfile de espadas al aire, tan diferente de los rascacielos que se pueden ver a la izquierda.
El camarero es perezoso, lo atribuyo al exceso de propinas a que está acostumbrado, le llamo varias veces, le veo incorporarse lentamente de su taburete y acudir con desgana a mi mesa.
—¿té turco o coca cola? —resume la carta de bebidas en dos opciones.
—¿tiene cerveza? —le pregunto a pesar de que intuyo su respuesta. Niega con un meneo de cabeza. — Pues tráigame un té, pero muy frío por favor.



Estambul es una ciudad con dos horizontes: uno pasado y otro actual, uno que mira a Oriente y otro con un pie y medio en Europa. Una ciudad que a pesar de su esfuerzo por occidentalizarse sigue manteniendo un aire nostálgico por un pasado otomano que subyace en sus habitantes, aunque la revolución de Ataturk haya procurado archivarlo bajo el polvo de la historia. La arquitectura renovada y moderna que se alinea junto a las orillas del Bósforo contrasta con los barrios de callejones angostos junto a la mezquita de Suleymaniye donde se comercia al más puro estilo asiático y puedes encontrar desde una tela de sari hasta el último modelo del Iphone. Oriente y Occidente sobre un mismo tapete, con desigual abanico de naipes; los turistas a un lado, seducidos por el comercio barato y excéntrico mientras el pescador estambulí, vestido con ropas sin color, permanece sobre su puesto sobre el Gálata, indiferente a la invasión diaria de su territorio pero alerta a la más mínima tensión en el extremo de su caña. En el centro de esa dualidad se extiende el Bósforo, cuyas intranquilas aguas separan los continentes, al menos en su geografía, y el oleaje provocado por el tráfico de los transbordadores, cargueros griegos, petroleros rusos, cruceros europeos, remolcadores… constituye una acertada metáfora de esta ciudad, siempre en movimiento, a caballo entre varias culturas y permanentemente inconformista. Puede que eso la haga aún más hermosa, el saber que aquí nada está terminado del todo, que cualquier cambio es posible; que a pesar de su historia riquísima y milenaria, cada día se escribe sobre las aceras y los muelles, y es posible imaginarte impreso en una imagen o un texto que enriquezca su perfil puntiagudo.
Desde Málaga, contando los días para el próximo viaje, les habló Pedro Rojano.

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