viernes, 23 de julio de 2010
NEPAL II. Katmandú, comienza la aventura...
NEPAL II. Katmandú, comienza la aventura…
Katmandú, una de las principales capitales del budismo, está formado por un intricado de calles que se entrecruzan como los tallos de una destartalada hiedra. Los edificios con un máximo de tres plantas ocupan la gran superficie que se ve desde el avión. Completamente rodeada de un paisaje verde natural que se cuela además por dentro de la ciudad, sin respetar aceras o edificios. Los callejones son tan estrechos que discurren sombríos (a pesar del sol monzónico) y por ellos fluye el correr de sus habitantes. La primera sensación cuando el taxi nos traslada al barrio de Thamel es el caos del tráfico. Aquí, como en la India, se conduce por la izquierda, pero se puede decir que esa es la norma general, porque allá donde hay hueco, sea cual sea el sentido, es un buen sitio para circular. Los nepalíes están acostumbrados, tienes que cerrar los ojos a veces porque llega a formarse tal embrollo que serían necesarias varias grúas para retirar los vehículos, pero al abrir los ojos todo se ha “normalizado” y seguimos avanzando… ¿por la izquierda?, ¿por la derecha?... por donde haya hueco!!! Estos conductores circulan tan fluidos como hematíes por la aorta.
El barrio de Thamel, lugar elegido por los mochileros para alojarse, está repleto de hoteles, restaurantes y tiendas, como no podía ser de otra manera. Por sus callejones, además de nepalíes, turistas, bicicletas y rickshaw, circulan alocados motoristas y coches que no cesan de imponerse con sus impertinentes pitidos. Todo es movimiento. Las calles están tachonadas de letreros y luminosos donde se anuncia el restaurante, la tienda de antigüedades, la de bolsos, ropa, souvenirs, instrumentos musicales, mochilas para trecking, agencias de viaje, tiendas de ropa, agencias de cambio, hoteles, pensiones, tiendas de camisetas, galerías de arte, librerías, barberías e incluso alguna consulta dental con una vitrina en la puerta a modo de mostrador donde se exponen elegantes dentaduras postizas y una considerable colección de dientes extraídos y ordenados según tipología y tamaño.
La calle es puro nerviosismo, pura vida. No es posible detenerse. En Asia todo va muy rápido, excepto para el que se detiene en alguna esquina a ver pasar la miseria lo más rápido posible para incorporarse a una nueva reencarnación.
Katmandú es también una explosión de color, a pesar de estar nublado. Las mujeres también se atavían con saris y ropas brillantes: pelo negro azabache, la piel oscura, como teñida de henna y los ojos contorneados con lápiz negro que los hacen resaltar.
Seguimos caminando esquivando aquí y allá las motos, más pitidos; una orquestina tocando en un escalón rodeada de un público curioso y entusiasmado; los templos de tres plantas dedicados a Shiva, Ganesha u otros dioses budistas, se suceden a lo largo de las calles, desvencijados y avejentados de tanta polución y falta de mantenimiento. Destacan los balcones de algunos edificios, labrados exquisitamente en lujosa mampostería y recubiertos de polvo sobre las celosías que cubren las contraventanas. Algunos nepalíes muestran orgullosos sus camisetas rojas de la selección española, tan actualizadas que ya lucen la estrella de campeón del mundo. Me saludan alzando el puño, pues yo también llevo la mía.
Llegamos a la plaza Durbar, lugar donde se coronaba y legitimaba a los reyes y desde la que se reinaba. Durbar significa Palacio. Nos cobran por entrar en la plaza 300 Rupias (3 euros) una barbaridad teniendo en cuenta que aquí puedes comer bien por 150 Rs. Dentro de la plaza el mismo bullicio, el mercado, menos mal que aquí no pueden circular los coches ni las motos. Numerosos templos y palacios se reparten el espacio sin guardar ninguna geometría al igual que la plaza. Al final llegamos al Palacio de la Diosa niña viviente Kumari Devi, una niña a la que nombran Diosa desde muy pequeña y desde entonces ha de estar en ese palacio hasta que llega su primera menstruación. A partir de entonces deja de ser diosa y se convierte en mujer mortal. Sale de vez en cuando a saludar por una ventana, pero nosotros no tuvimos esa suerte, o quizás teníamos demasiada hambre.
Está oscureciendo, las siluetas se hacen más evidentes y nos sentamos en un escalón al amparo de los tejados de un templo. Hemos llegado a Nepal donde la vida discurre encarnizada por las calles. Desde Katmandú, su capital, les habló Pedro Rojano.
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