En la
plaza del Carmen de Camaguey algunos personajes se han convertido en
bronce; de tanto esperar. Encontrarás allí la tertulia de mujeres
donde una silla vacía espera a quien se quiera enterar de los
últimos cotilleos; unos metros más allá el lector del periódico, literalmente petrificado por las noticias; los dos amantes; el
vendedor de fruta que no acaba de recorrer la calle que finaliza en la iglesia. Todo está detenido en esta plaza, como si alguien impidiese
el desarrollo, pero bajo el dintel de una antigua casa los niños
despliegan una vajilla de plástico. Me siento en los escalones:
—¿Me
pueden poner un café, por favor?
De
inmediato y sin sorpresa, el más pequeño de los camareros, que no
debe alcanzar los tres años, vestido con pantaloncillo corto y sin
camiseta acude para coger una taza. La cocinera, apenas mayor que
él, se esmera en colocar un platito bajo la taza e inclinar sobre
ella la tetera.
—¿Lo
quieres con azúcal?— pregunta el niño con acento cubano.
—Sí, por favor— La niña me trae una azucarero celeste con un agujero en
el lateral.
Pregunto
si tienen algo de comer. Al momento me traen un diminuto platito
donde se extiende una enorme pizza imaginaria con tomate y
mozzarella.
Cuando
termino pregunto si es gratis. El más pequeño me mira sorprendido:
—¡Noooooooo,
gratis no! Son tres pesos.
La
niña le corrige y dice mil apretando las palmas de las manos bajo
las rodillas.
—¿Pero
cómo?—pregunto indignado.—Esto no puede ser, tendré que ir al
coche a buscar algo con qué pagaros.
El
pequeño me quiere acompañar.
Caminamos
de regreso al coche. Bajo uno de los postigos de una casa una mujer
cose a máquina. Su piel es del color del bronce de las estatuas. Nos sonríe cuando pasamos junto a ella. En el coche recogemos algunos libros de
colorear y lápices de colores. Los niños, de lejos, festejan vernos regresar. Cuando llegamos a ellos nos abrazan, son abrazos
nerviosos, fugaces, emocionados.
La
mujer que cosía se acerca y nos dice que son sus hijos. Nos da las
gracias por los regalos y nos invita a su casa a tomar un café. Nos ruega que aceptemos porque es lo menos que puede hacer después de los regalos
que hemos traído.
La
entrada a la casa la ocupa una máquina de coser que N. tiene prestada para coser para la calle.
Aprovecha la claridad del día para ver mejor y de esa forma puede
vigilar a sus hijos que juegan al otro lado de la calle. Pasamos al
interior por un huequito entre el marco de la puerta y la máquina de
coser. Dentro se accede a un habitáculo de no más de 30 metros
cuadrados. No hay mucha luz, la que entra a través de la puerta
principal y de otra puerta trasera que da a un pequeño patio donde
el marido de N. cría cerdos de forma clandestina. Hay otras dos
puertas que conducen a dos habitaciones donde duermen el matrimonio y
los hijos. Pronto los ojos se adaptan a la penumbra. Las paredes de
ladrillo de construcción no están repelladas. La habitación principal tiene
uno de los laterales ocupado por una cocina y la otra por un pequeño
espacio donde N coloca dos sillas de hierro donde sentarnos.
N. tiene 38 años, 5 hijos, 2 nietas. LLeva toda la vida luchando. Sus brazos están delgados pero derrocha alegría en sus
expresiones. Le gusta trabajar porque así se gana dinero: borda,
cose, limpia casas... Su segundo marido tiene una bicitaxi y se gana
la vida para mantener a los hijos. «Es un hombre bueno», nos dice
con sincera justificación, mientras nos trae el café.
Su
marido llega al rato y se sienta a hablar conmigo, más bien se
desahoga: «Todo es mentira, este gobierno nos ahoga, ¿por qué solo
puedo hacer lo que nos dictan?, si hago algo que no quieren, me
detienen. ¿Por qué no puedo vender una vaca si la vaca es mía?».
Están cansados, pero aún les queda esperanza de que algún día
“esto” cambie. La esperanza es el único recurso que no genera
coste.
Seguro
que sí, les animo sin mucha convicción. El hombre me muestra el
patio donde crían a los cerdos. Con el dinero que sacaron cuando
vendieron al último se han comprado el televisor de pantalla plana
que hay en el cuarto. Ahí pueden ver la liga de España. Él es del
Real Madrid, su hijo del Barsa. ¿Y tú?, me pregunta.
Al
marcharnos echamos un último vistazo a la plaza para ver esas estatuas
de bronce que se han quedado ancladas en el tiempo,
mientras la vida se inventa sobre vajillas de
plástico.
¡Maravilloso relato! Me ha encantado. Te seguiré leyendo.
ResponderEliminarBesotes.
preciosa esta última, Pedro! Está llena de vida y verdad.
ResponderEliminarPreciosa tarde la que pasasteis. Me has hecho emocionarme. Gracias por tus relatos Cuñao.
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