domingo, 25 de julio de 2010

NEPAL III. DIFERENTES FORMAS DE ALCANZAR LA GLORIA


Nos montamos en un taxi para ir a Pashupatinath, lugar a orillas del río Bagmati, repleto de templos y donde se realizan las cremaciones de los muertos en Katmandú.
- Where are you from? (a partir de aquí lo cuento traducido)
- De España.
- ¿De verdad?
- ¿Sabes donde está España?
- Claro!!, este año los campeones del mundo!!!
- Pues sí.
- ¿Cómo fue?
- Muy emocionante, la gente en la calle celebrando el triunfo, mucha fiesta.
- Aquí en Nepal también muy contentos. Todos íbamos con España, ese día no trabajé, mi mujer y mi hijo son incluso más forofos de España que yo. Le prometí a mi hijo que si ganaba España le compraría la camiseta del equipo.
- ¿Se la has comprado?
- Al día siguiente, y creo que aún no se la ha quitado. Estaba muy contento.
- Ahora el escudo ya tiene una estrella.
- Ya lo sé, la camiseta de mi hijo la compré con la estrella.
- ¿Al día siguiente?
- Sí, sí (RIE)
- ¡Increíble!
- Aquí en Nepal todo el mundo con España.
- ¿Por qué?
- Son muy buenos jugadores. Son los campeones del “Fair play”.
- Eso es verdad y además son buenos chicos.
- Y el entrenador también, ese hombre que es muy serio… (RIE Y SE LLEVA LA MANO A LA BARBILLA SIMULANDO LA EXPRESION ABURRIDA DE DEL BOSQUE)
Llegamos a Pashupatinath y el taxista nos saludaba como quien lo hace a personas importantes. Qué pena que Cervantes no jugase al futbol, o Javier Marías, o Antonio Muñoz Molina…
Nada más entrar percibimos el olor de la pira funeraria tan reconocible para quien lo ha olido alguna vez. En el aire flota una neblina que proviene del humo blanco y espeso provocado por el fuego. El Río discurre por un cauce empedrado, sin mucha profundidad. Es un río de color fango y sobre él flotan plásticos y guirnaldas naranjas que cubrieron a los cadáveres, aunque un poco más adelante unos jóvenes se tiran a una poza desde un montículo. También unas mujeres están lavando la ropa en la orilla opuesta a las piras. Una incluso se está dando un baño cubriendo su desnudez con un sari de color verde. Muchos niños pequeños corretean mientras sus madres lavan. Junto a las escalinatas que descienden al río se sitúan unas plataformas de piedra sobre las que se colocan los rimeros de leña. Algunos ya están ardiendo. Los familiares esperan junto a la pira hasta que se extinga el fuego, después empujan los restos al río que los engulle como un cocodrilo hambriento, la ceniza flota río abajo y el humo cielo arriba.
Junto al río han colocado el cuerpo amortajado de una mujer, reconocible porque lleva la cara descubierta. Junto a ella un hombre le besa los pies, después las manos y finalmente la cara. Riega con agua del río el cuerpo y posteriormente comienza a engalanar el sudario con tiras de guirnaldas naranja, del mismo color de la sábana que la cubre. Numerosas personas contemplan en silencio el ritual. Los familiares colocan el cadáver en una camilla de chapa y la elevan sobre sus hombros para transportarla hasta la pira. Cuando la depositan sobre la madera, colocan algunos leños sobre ella y la cubren completamente con paja. El hombre comienza a rodear al cadáver en una especie de rito con una vela encendida. Después de unas vueltas prende la pira por el lado de la cabeza. Otros hombres comienzan a expandir el fuego por los troncos más bajos. Al poco rato, toda la pira está ardiendo y el humo blanco huye a borbotones desde el mismo corazón del fuego hasta alcanzar el cielo.
El futbol ha unido países tan lejanos en distancia y en costumbres. La muerte nos une definitivamente. Son diferentes formas de alcanzar la gloria. Mañana nosotros partiremos hacia la base de los Annapurnas para ganar nuestro mundial particular. Desde Pokhara les habló Pedro Rojano con la camiseta de la selección.

viernes, 23 de julio de 2010

NEPAL II. Katmandú, comienza la aventura...


NEPAL II. Katmandú, comienza la aventura…
Katmandú, una de las principales capitales del budismo, está formado por un intricado de calles que se entrecruzan como los tallos de una destartalada hiedra. Los edificios con un máximo de tres plantas ocupan la gran superficie que se ve desde el avión. Completamente rodeada de un paisaje verde natural que se cuela además por dentro de la ciudad, sin respetar aceras o edificios. Los callejones son tan estrechos que discurren sombríos (a pesar del sol monzónico) y por ellos fluye el correr de sus habitantes. La primera sensación cuando el taxi nos traslada al barrio de Thamel es el caos del tráfico. Aquí, como en la India, se conduce por la izquierda, pero se puede decir que esa es la norma general, porque allá donde hay hueco, sea cual sea el sentido, es un buen sitio para circular. Los nepalíes están acostumbrados, tienes que cerrar los ojos a veces porque llega a formarse tal embrollo que serían necesarias varias grúas para retirar los vehículos, pero al abrir los ojos todo se ha “normalizado” y seguimos avanzando… ¿por la izquierda?, ¿por la derecha?... por donde haya hueco!!! Estos conductores circulan tan fluidos como hematíes por la aorta.

El barrio de Thamel, lugar elegido por los mochileros para alojarse, está repleto de hoteles, restaurantes y tiendas, como no podía ser de otra manera. Por sus callejones, además de nepalíes, turistas, bicicletas y rickshaw, circulan alocados motoristas y coches que no cesan de imponerse con sus impertinentes pitidos. Todo es movimiento. Las calles están tachonadas de letreros y luminosos donde se anuncia el restaurante, la tienda de antigüedades, la de bolsos, ropa, souvenirs, instrumentos musicales, mochilas para trecking, agencias de viaje, tiendas de ropa, agencias de cambio, hoteles, pensiones, tiendas de camisetas, galerías de arte, librerías, barberías e incluso alguna consulta dental con una vitrina en la puerta a modo de mostrador donde se exponen elegantes dentaduras postizas y una considerable colección de dientes extraídos y ordenados según tipología y tamaño.
La calle es puro nerviosismo, pura vida. No es posible detenerse. En Asia todo va muy rápido, excepto para el que se detiene en alguna esquina a ver pasar la miseria lo más rápido posible para incorporarse a una nueva reencarnación.
Katmandú es también una explosión de color, a pesar de estar nublado. Las mujeres también se atavían con saris y ropas brillantes: pelo negro azabache, la piel oscura, como teñida de henna y los ojos contorneados con lápiz negro que los hacen resaltar.
Seguimos caminando esquivando aquí y allá las motos, más pitidos; una orquestina tocando en un escalón rodeada de un público curioso y entusiasmado; los templos de tres plantas dedicados a Shiva, Ganesha u otros dioses budistas, se suceden a lo largo de las calles, desvencijados y avejentados de tanta polución y falta de mantenimiento. Destacan los balcones de algunos edificios, labrados exquisitamente en lujosa mampostería y recubiertos de polvo sobre las celosías que cubren las contraventanas. Algunos nepalíes muestran orgullosos sus camisetas rojas de la selección española, tan actualizadas que ya lucen la estrella de campeón del mundo. Me saludan alzando el puño, pues yo también llevo la mía.
Llegamos a la plaza Durbar, lugar donde se coronaba y legitimaba a los reyes y desde la que se reinaba. Durbar significa Palacio. Nos cobran por entrar en la plaza 300 Rupias (3 euros) una barbaridad teniendo en cuenta que aquí puedes comer bien por 150 Rs. Dentro de la plaza el mismo bullicio, el mercado, menos mal que aquí no pueden circular los coches ni las motos. Numerosos templos y palacios se reparten el espacio sin guardar ninguna geometría al igual que la plaza. Al final llegamos al Palacio de la Diosa niña viviente Kumari Devi, una niña a la que nombran Diosa desde muy pequeña y desde entonces ha de estar en ese palacio hasta que llega su primera menstruación. A partir de entonces deja de ser diosa y se convierte en mujer mortal. Sale de vez en cuando a saludar por una ventana, pero nosotros no tuvimos esa suerte, o quizás teníamos demasiada hambre.
Está oscureciendo, las siluetas se hacen más evidentes y nos sentamos en un escalón al amparo de los tejados de un templo. Hemos llegado a Nepal donde la vida discurre encarnizada por las calles. Desde Katmandú, su capital, les habló Pedro Rojano.

miércoles, 21 de julio de 2010

NEPAL I. DE PASO POR LA INDIA


Regresar a un lugar siempre tiene un riesgo para el recuerdo. Si además es un lugar que hemos mitificado en la memoria, ese riesgo se acrecienta. Porque regresar supone siempre una invasión de un terreno fantástico, de lugares que de tan recordados, parecen no haber existido, que se han forjado en la memoria con un fuego interior que ha emanado de las emociones y que después, a medida de ir relatando el viaje han cobrado una intensidad novelada. Es como cuando visitas ilusionado el marco descrito en aquella novela que tanto nos gustó, en los paisajes por donde paseó nuestro héroe o heroína. Todas las imágenes que habíamos dibujado en nuestra mente se desvanecen por el peso sólido de lo real.
Para llegar a Nepal hemos hecho una primera parada en Delhi, como escala necesaria a nuestro destino final. La india nos ha traído el recuerdo de aquella que visitamos en 2007 con todos sus colores y “olores”. Hoy he asistido, probablemente un poco decepcionado, a todas esas imágenes que también percibí en aquel viaje, pero que elegantemente habían desaparecido de mis crónicas y estaban veladas en la memoria. Llegamos al aeropuerto de Delhi a las 6:30 de la mañana. Un velo espeso amortajaba a la ciudad que a esa hora ya mostraba síntomas de cansancio. Hemos vuelto a oler el aroma plastoso a podrido que recorre las avenidas ajardinadas de Nueva Delhi; la misma mierda que se amontona en los arcenes de la carretera; los escombros que protagonizan solares y edificios abandonados diseminados por cualquier calle; idéntico caos circulatorio con la voz histérica de cláxones; los tuc tucs verdes y amarillos con su chapa desvencijada y articulaciones oxidadas; los taxis TATA enanos y chillones que se cuelan aquí y allá aprovechando “la ley del hueco”; las eternas obras en construcción que parecen ya viejas incluso sin estar estrenadas; los andamios de bambú que cuelgan de las murallas del Fuerte Rojo, este año un poco más allá; los mismos meones por las esquinas mostrando sin pudor su churra negra y fláccida, niños descalzos y sucios con la ropa hecha jirones que cazan en la ciudad; hombres escuálidos con taparrabos tirados en las aceras con su cuerpo negro cubierto de polvo; el barro emplastado de las calles, el calor insoportable.
La India que llevábamos en nuestro diario y en nuestro recuerdo estaba ahí también escondida tras los saris coloridos de las mujeres y en las murallas de los palacios (que siguen estando igual de descuidados), pero apenas desterraba la imagen de la otra India, la humana, la real, la que no aparece en las novelas de Marajás.
Mañana viajaremos a Nepal y la fuerza de la India volverá a colorear el recuerdo, pero hoy hemos sido testigos de que el regreso es como una enorme máquina cortacésped que no entiende de emociones.

Con la ilusión de visitar nuevos horizontes, les habló Pedro Rojano.

sábado, 17 de julio de 2010

NEPAL 2010

Este año viajaremos a Asia. Un país por encima de la India y de todo el mundo, puesto que es uno de los países que albergan la cordillera más alta e impresionante del mundo: El Himalaya. Como otros años, amenazo con llevaros conmigo en la mochila para que conozcais los pequeños detalles que llaman mi atención.
Os espero aquí mismo durante el próximo mes

sábado, 20 de febrero de 2010

NADA BAJO LOS PIES

Sevilla, 20 de febrero de 2010

Si te abren la puerta de un avión a 4600 metros de altura, y miras al exterior, no puedes imaginar que pronto vas a estar ahí fuera planeando como un pájaro. Aunque para ser más exactos debo decir que el pájaro realmente planea, pero tú caes a una velocidad de 190 kilómetros por hora. La sensación más parecida es la de estar buceando en el cielo, de ahí viene la expresión inglesa "skydiving".

Un día después aún te queda una sensación de estar cayendo todavía, de no haber puesto los pies en el “puto” suelo, pero supongo que poco a poco irá desapareciendo al igual que lo hicieron todos mis temores cuando Jonno (mi instructor) y yo, posamos suavemente nuestro apreciado trasero en el suelo del aeródromo de La Juliana, cerca de Sevilla.

Había amanecido soleado, con 100% de visibilidad –como diría un piloto- y sin nada de viento. Nada hacía presagiar estas condiciones meteorológicas, pues durante toda la semana llovió copiosamente. En el aeródromo el tráfico era intenso. Nuestro avión, parecido a un carguero de tropas militares con dos motores de hélices y el color de un cuervo, recién aterrizaba solo con el piloto a bordo, el resto de la tripulación caía desde el cielo haciendo piruetas increíbles. Uno tras otro se fueron posando como copos de nieve. Era un alivio contemplar la seguridad de su aterrizaje, el control sobre la dirección y velocidad del paracaídas. Fue el primer respiro antes de firmar un papel que nos pasó una amable señorita en el que Antonio Romero y yo pudimos leer que "asumíamos el riesgo de muerte o invalidez que llevaba aparejado la práctica de este deporte… etc, etc, etc” dejamos de leer la extensa página de letras pequeñas y firmamos como dos auténticos capullos. “No hay nada que temer” decía la chica, “va a ser la mejor experiencia de vuestra vida”, pero el comentario era insuficiente para colorear de nuevo la cara de Antonio que tenía un tono blancuzco pálido, como un yogurt natural pasado de fecha.

Durante diez minutos, con un castellano-english tipo moranco, Jonno, un inglés joven, despreocupado y simpático, nos dio una charla en la que nos explicó las sencillas instrucciones que debe seguir el alumno antes, durante y después del salto. Escuché atentamente, ¡más me valía!, pero os puedo asegurar que si bien eran sencillas de memorizar, se me olvidaron todas quince minutos y 4600 metros de altura después.

Jonno se ayudaba en su explicación de un cartapacio de varias hojas plastificadas con fotos en las que mostraban a dos modelos (chico y chica) que representaban todas las posturas que debíamos memorizar para repetirlas en el salto. En las fotos la chica era la alumna y os puedo asegurar que, porque iban vestidos de paracaidistas, porque en otro contexto aquello no era recomendado para menores. Yo, hice la gracia, y comenté que nosotros ya habíamos hecho todas aquellas posturas, pero siempre en el lado del instructor. Jonno no entendió la broma y continuó con su explicación. Decidí no hacer más chistes.

Cuando ya estábamos listos con nuestro equipo de salto bien colocado, os ahorro la espera –yo me la tuve que tragar-, nos dispusimos en el final de la pista a la espera del avión que regresaba de soltar a otros diez o doce locos por el aire. Subimos al cuervo y despegamos. Yo iba sentado delante de mi instructor, a horcajadas sobre un banco paralelo a otro donde íbamos sentados trece personas. El avión iba tomando altura con su ruido ensordecedor. En ese momento no piensas en nada, tratas de recordar las instrucciones para que todo salga bien, miras por la ventana y comienzas a ver los campos de cultivo cada vez más pequeños, como retales de tela.
A tres mil metros de altura abren la puerta corredera hacia arriba y entonces soy consciente de la locura que estoy a punto de cometer. Te preguntas ¿pero cómo voy a salir yo por esa puerta? Quieres gritar, pero te das cuenta que ya es tarde, prefieres no pensarlo. Cinco de los que iban delante nuestra se preparan en la puerta y se lanzan sincronizados, es muy divertido verlos desaparecer en menos tiempo del chasqueo de los dedos, como si en un coche a cien kilómetros a la hora sacas un papel por la ventanilla y lo sueltas. Piensas, “pronto sabré lo que siente el papelito”, después asocias, “¡Qué papelito!” Pero no puedes rendirte, ya estás a cuatro mil metros de altura, le chocas la mano a tu compañero, al instructor, al cámara que va a grabar mi cara de pánico cuando no tenga nada donde agarrarme, es como una despedida, venga, lo que sea por no pensar. Cuando el avión alcanza los 4600 metros alguien dice “¡Ahora!”, y tira de nuevo de la puerta.
- Pero, ¿no podemos dar otra vueltecita? -murmuras.

¡Venga vamos!, tu instructor te empuja hacia la salida, y no puedes dejar de mirar hacia el suelo miniaturizado y escandalosamente alejado. Ya estás en el borde, no recuerdas ninguna de las posturitas, los ojos no se despegan de esa delgada línea que puede ser... ¿una carretera? El instructor lucha con mis músculos para colocarme en la posición correcta, el cuerpo colgando hacia fuera, las manos cruzadas en el pecho, la barbilla levantada ¡JODERRRRRRR! ¡Ni se te ocurra mirar hacia abajo! El viento te golpea helado en la cara que la debo tener más blanca que un payaso entartado. ¿Piensas en algo? No lo sé, no recuerdo en qué pensaba, no podía separar mi vista del suelo a pesar de las manos del instructor que me agarraban la barbilla. En ese momento había perdido la noción de donde estaban las partes de mi cuerpo: brazo izquierdo, pierna derecha... los huevos debían estar justo debajo la barbilla, por eso no la levantaba.



¡Una, dos tres!



¡AHRGGGGGGGGGGGGGG! ¡POR CASTILLA, POR ENRIQUEEEEEEEEE! Como gritaban los soldados buscando el Unicornio en la novela de Eslava Galán.

Cuando caes, la adrenalina sube mientras tu cuerpo va exactamente en sentido contrario, pero pasa enseguida, de repente notas como si la gravedad no existiese. El suelo permanece igual de lejos y con tus brazos abiertos te sientes flotar, el horizonte curvado de la tierra es suave como un melocotón y dejas de tener miedo. Eres como una vela en un velero, completamente hinchada y avanzando hacia no sé qué expresión, todas las que se me ocurren son demasiado cursis, pero es algo así como “es increíble que yo esté aquí” dominando el cielo con las manos y los pies (claro, y un instructor pegado a tu espalda como una pegatina en relieve).


A los sesenta segundos el instructor te da unos golpecitos en el hombro y ahora sí te acuerdas de que esa es la señal para que vuelvas a poner los brazos en cruz sobre el pecho. De repente notas un fuerte tirón, como si Dios te hubiese cogido por la espalda, y te quedas colgado en el aire, ¡Ay, qué alivio! Todo va más despacio entonces. Ahora sí aprecias cómo la tierra va escalando hacia ti. El instructor mueve el paracaídas con maestría hacia izquierda y derecha, después lo hago yo, es divertido controlar el vuelo como los pájaros. A setenta metros del suelo la caída se hace más apreciable, pero Jonno tira de las cuerdas hacia abajo y extiendo las piernas hacia el frente. La velocidad es tan lenta como en una hoja de papel en el momento de tocar el suelo.



Ya está. De nuevo con los pies en la tierra.



sábado, 19 de septiembre de 2009

TURQUIA VI: Las dos orillas del Bósforo




Para llegar a la cresta del cerro de Eyüp, uno de los barrios más sagrados de Estambul, atravieso el viejo cementerio que se derrama por la ladera hasta el Cuerno de Oro. Allí encuentro un inspirado café con inmejorables vistas de la ciudad. A la sombra de una arboleda se intercalan mesitas de madera vieja que habrán sido testigos de declaraciones de amor, de tertulias templadas, partidas de backgammon, de negocios arriesgados, propuestas inconfesables o de alguna mano subterránea, y ahora los son además de un turista jadeante. Así lo disfrutó Pierre Loti, un novelista francés del siglo XIX que eligió este café como lugar de inspiración para escribir varias de sus novelas románticas.
No conozco el nombre anterior, pero ahora, como es natural se llama “Café Pierre Loti” y en su interior puedes encontrar una tienda de souvenirs donde además es posible adquirir algunas de sus novelas en varios idiomas (también en castellano). Después de curiosear en la tienda y hojear las páginas de “Aziyadé” a la búsqueda de alguna descripción fetiche que autentifique este lugar, me siento en una de las mesas junto a la barandilla, y vuelvo a hipnotizarme con la silueta de la ciudad. Es casi medio día y hay demasiada luz, pero aún así la gama de colores sigue siendo nítida. En el fondo, los minaretes de las mezquitas se alinean en un desfile de espadas al aire, tan diferente de los rascacielos que se pueden ver a la izquierda.
El camarero es perezoso, lo atribuyo al exceso de propinas a que está acostumbrado, le llamo varias veces, le veo incorporarse lentamente de su taburete y acudir con desgana a mi mesa.
—¿té turco o coca cola? —resume la carta de bebidas en dos opciones.
—¿tiene cerveza? —le pregunto a pesar de que intuyo su respuesta. Niega con un meneo de cabeza. — Pues tráigame un té, pero muy frío por favor.



Estambul es una ciudad con dos horizontes: uno pasado y otro actual, uno que mira a Oriente y otro con un pie y medio en Europa. Una ciudad que a pesar de su esfuerzo por occidentalizarse sigue manteniendo un aire nostálgico por un pasado otomano que subyace en sus habitantes, aunque la revolución de Ataturk haya procurado archivarlo bajo el polvo de la historia. La arquitectura renovada y moderna que se alinea junto a las orillas del Bósforo contrasta con los barrios de callejones angostos junto a la mezquita de Suleymaniye donde se comercia al más puro estilo asiático y puedes encontrar desde una tela de sari hasta el último modelo del Iphone. Oriente y Occidente sobre un mismo tapete, con desigual abanico de naipes; los turistas a un lado, seducidos por el comercio barato y excéntrico mientras el pescador estambulí, vestido con ropas sin color, permanece sobre su puesto sobre el Gálata, indiferente a la invasión diaria de su territorio pero alerta a la más mínima tensión en el extremo de su caña. En el centro de esa dualidad se extiende el Bósforo, cuyas intranquilas aguas separan los continentes, al menos en su geografía, y el oleaje provocado por el tráfico de los transbordadores, cargueros griegos, petroleros rusos, cruceros europeos, remolcadores… constituye una acertada metáfora de esta ciudad, siempre en movimiento, a caballo entre varias culturas y permanentemente inconformista. Puede que eso la haga aún más hermosa, el saber que aquí nada está terminado del todo, que cualquier cambio es posible; que a pesar de su historia riquísima y milenaria, cada día se escribe sobre las aceras y los muelles, y es posible imaginarte impreso en una imagen o un texto que enriquezca su perfil puntiagudo.
Desde Málaga, contando los días para el próximo viaje, les habló Pedro Rojano.

viernes, 18 de septiembre de 2009

TURQUIA V: El Ramadán

Siempre pensé que la llegada del Ramadán, que nos queda tan lejos a pesar de estar tan cerca de Marruecos, era motivo de tristeza para los Musulmanes, pues eso de que no podían comer durante un mes es algo que a mí particularmente no me hace ni la más mínima gracia. Un presentador del telediario anunciaba la noticia y yo me imaginaba a todos los musulmanes del mundo atiborrados de comida para aguantar un mes.
El día que comenzó el mes de Ramadán (con periodicidad de un año menos una semana) coincidimos en Safranbolu con un matrimonio valenciano, viajeros de mochila y con 55 años, que han viajado bastante por zonas de mayoría musulmana. Nos explicaron que los musulmanes en Ramadán cuando no pueden comer es cuando hay luz del sol, es decir que cuando llega el ocaso, ya están preparados, tenedor en mano, para hincarlo en un buen plato de albóndigas o Kebba o lo que sea que no sea cerdo. Durante el día se mantienen con frutos secos y agua; y por supuesto nada de alcohol, tabaco o sexo. Nos dijeron que los turistas debían tenerlo en cuenta porque los restaurantes suelen cerrar durante el día o apenas tienen existencias, como pudimos comprobar.
Estuvimos todo el día visitando el pueblo y cuando el sol se escapó tras la colina, todo se quedó en silencio y desierto. Nosotros nos quedamos un poco perplejos ya que se paró todo el tráfico, en la calle no había rastro de gente y en los comercios, aunque abiertos e iluminados, no se percibía movimiento alguno. Fuimos a los baños turcos y estaban abiertos pero ni había clientes ni nadie que nos atendiera, incluso llegamos a entrar en las dependencias, pero todo el mundo había desaparecido. Parecía que estábamos en la versión turca de “Abre los ojos”.
Poco a poco comenzamos a fijarnos mejor y vimos que dentro de los establecimientos el personal estaba reunido alrededor de una mesa y habían sacado las fiambreras y los termos y comían animados. Nosotros tuvimos que irnos a la habitación del hotel sin nuestro proyectado baño turco, a compartir una lata de atún con unas patatas fritas que casualmente habíamos comprado el día anterior.
El Ramadán es toda una fiesta que se vive durante un mes y se disfruta plenamente junto con los amigos, los compañeros de trabajo y la familia. En Estambul se han engalanado las calles y se han cubierto las mezquitas de luces blancas que emiten mensajes para los fieles. A las ocho de la noche, los parques de Sultanahamet (junto a Santa Sofía y la mezquita azul) se llenan de grupos de gentes que aprovechan el césped para extender los manteles de picnic donde todos aportan sus guisos y manjares para compartir. Me recuerda a un domingo en el campo o en la playa, cuando no queda ni un huequito para poner la toalla. La luz está por todos lados, de forma que parece que sea de día y se puede apreciar felicidad en las caras de los estambulíes musulmanes, nada de la tristeza que yo imaginaba. La mezquita azul era un hervidero de fieles que entraban en masa para rezar, algunos debían hacerlo fuera por carecer de espacio, siempre en dirección a la Meca. Yo evité mirar hacia la meca porque para un español es altamente peligroso, pero de reojo contemplé las series de inclinaciones de los fieles, y aunque no soy musulmán, me entraron ganas de rezar allí mismo para que a mí también me quedase un mes de vacaciones.
Desde Estambul, a falta de un día para que se nos acabe lo bueno, les habló Pedro Rojano, Salam Aleikum